Peripecias del transporte

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Un profesor se convierte en conductor de un camión para llegar a su destino.

Al Sr. Sixto Santos Rosales (+), con particular gratitud.

Casi cuatro horas de camino durante cincuenta kilómetros de terracería del recorrido ordinario de un autobús rural. Ese tiempo tardaba aquel modesto autobús, único medio de transporte público, entre Estación del ferrocarril y la comunidad en donde trabajaba un joven profesor.

Salía a las siete de la mañana los lunes, miércoles y viernes partía puntual, pero debía regresar a la una de la tarde. La cuestión era esperar “el ocho”, así llamaban al ferrocarril que pasaba a las once horas con treinta minutos, procedente de Cd. Juárez. Chih. con rumbo a la Capital de la República. La parada era de unos cinco minutos, en los cuales los pasajeros debían bajar o abordar y los empleados de la Estación hacían la carga o descarga de mercancías.

A veces el camión llevaba cupo lleno, pero jamás emprendía camino a las trece horas porque el operador y dueño, con frecuencia encontraba un buen amigo con quién compartir una cerveza. Entre “esta ronda, la pago yo” y “ésta me toca a mí”, se pasaba el tiempo.

Cierto viernes, del mes de junio en un verano con pocas lluvias, aquel alegre chofer pidió a un profesor que condujera el armatoste. Éste, con poca experiencia quiso resistirse, pero supo que era inútil discutir con alguien “pasado de copas”. Nervioso se puso al volante y con cierta buena suerte logró meter la primera velocidad.

-“Póngale segunda, pariente” ordenó el señor, “así nunca vamos a llegar”.

Metió segunda, luego tercera, pero los baches y piedras multiplicaron los saltos y tumbos, levantando una densa nube de polvo que penetraba por entre las láminas despegadas de la carrocería y las ventanas destartaladas, carentes de cristales.

Llegando al ejido Hidalgo el patrón se bajó “Sígale hasta el rancho, al cabo ya vi que puede manejar” y se quedó a seguir celebrando con los vecinos.

Más tenso que antes, pero con apenas tres pasajeros más, siguieron el camino. Una estudiante, otro colega y su esposa. El nuevo chofer iba concentrado en las dificultades para llegar, en particular para estacionarse en el filo de la loma, en la casa de Doña Romanita, pues debía serpentear por las calles de la comunidad.

Esas ideas y aparentando serenidad ante los compañeros le hizo descuidarse. En la curva del crucero para salir del bordo principal, “se mató” la máquina. Aumentó la angustia pues no funcionaba el motor de arranque.

“Yo sé prenderlo de aventón” dijo el compañero. Ustedes empujen. Faltó fuerza y era difícil que pasara algún otro vehículo por tan solitario camino. En una de las viviendas cercanas encontraron a Mayo, habitante de El Huizache.

Con su apoyo lograron encender el motor al primer intento.

Oscurecía cuando aliviados llegaron a su destino.

Dos sentimientos se presentaban en aquel contexto: congoja por las circunstancias y consuelo al saber que muchos colegas invertían más tiempo a pie o a lomo de bestia para llegar a su trabajo.

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