Peculiar calzado

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Quiso ser tan buen andador o corredor que se animó a pedirle a su papá la elaboración de unos huaraches como aquellos.

A los primos Ruiz Martínez, con particular afecto.

Cuántas ganas por tener unos huaraches como los de sus primos. Admiraba su habilidad para andar por el monte y sin espinarse entre tanto cardo; verlos andar en el lecho del arroyo buscando piedras de colores, haciendo cuevas, túneles y caminos con una hoja de lata e incluso verlos jugar al beis con una pelota de trapo corriendo las bases con una destreza y velocidad increíble, la inocencia de aquel niño atribuía que esas habilidades se debían a la magia de su calzado.

Era común el uso en los hombres (sus padres y sus amigos), aunque había niños, niñas y mamás que andaban descalzos porque la condición de pobreza ni para eso alcanzaba.

Quiso ser tan buen andador o corredor que se animó a pedirle a su papá la elaboración de unos huaraches como aquellos.

El padre llegaba al atardecer del día, cansado de trabajar labrando la tierra o de pastorear los pocos animales del semoviente familiar. Lo escuchó y solamente le sonrió porque le pareció una ocurrencia de su pequeño hijo. Calzaba zapatos, no tenía necesidad de su petición.

Al día siguiente insistió “yo quiero unos huaraches como los de Nico y Pedro” (sus primos). Al tercer día consiguió la solidaridad de Pancho, su hermano mayor y juntos volvieron al pedimento.

Ése sábado, después de la comida el papá les dijo que fueran a recoger un pedazo de hule que estaba abandonado en la parte posterior de la casa de la abuela, junto al cercado de piedra caliche que dividía la huerta con la nopalera de Don Inés.

El niño no entendió bien la instrucción, pero supo que podía confiar en su hermano. En efecto, entre los surcos de la milpa estaba esa pieza de hule y la llevaron a casa.

En cuestión de dos horas estaban elaborados dos pares de flamantes huaraches nuevos. Muy contentos se los pusieron y lo primero que se les ocurrió fue ir al estanque del rancho a presumirlos con su hermano Lolo que allá elaboraba adobes junto con los otros muchachos de su edad.

Quizá logró caminar un medio centenar de pasos porque la correa lastimaba mucho entre los dedos, rozaba sus talones, la suela mantenía rígido el pie. No podía caminar, consideró que tampoco podría correr y menos aún jugar. Se los quitó y se fue descalzo, sufrió más que la falta de zapatos, pero menos que su nuevo calzado.

Lolo pretendió hacerlo entrar en razón mientras el niño pensaba en algo qué hacer para evitar los reclamos de su papá.

Embadurnó sus pies con barro y regresó a casa mostrando que había estado ayudando a batir el lodo en la elaboración de los adobes, queriendo distraer la atención de sus padres. Ninguno cayó en la treta ingenua.

No supo el destino de aquel par de rústicas chancletas que jamás volvió a usar.

Los antojos de los niños generalmente carecen de fundamento.

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