Intento fallido

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Una estrategia que no funciona en todos los casos.

Dedicado a Manuel Alejandro, el nieto vivaracho e inquieto.

Supuso que esta vez funcionaría su estrategia, pues en varias ocasiones así sucedió con su madre. Jamás consideró que su tío paterno podría más que su mamá.

Cierto día, se resistió a ponerse la chamarra de mezclilla recién comprada con determinados sacrificios económicos. Por más que le insistió, argumentando que podría tener frío y tal vez enfermarse, no quiso. Algo le incomodaba en el cuello. Sin averiguarlo, simplemente se la quitó desde el momento de probársela.

Sus dos hermanos mayores entraron a la persuasión tomando la prenda y acariciando el forro con el dorso de sus manos. Mostrando la suavidad de la tela. Un trapo afelpado color rojo.

En efecto, era una chamarra bonita y además nueva, adquirida en la camioneta de Don Zenaido, aquel señor que andaba por las rancherías vendiendo ropa en abonos. Pasaba por ahí cada mes recogiendo pagos y portando otras mercancías.

Le gustó cuando se la mostraron y al ponérsela después del acostumbrado baño sabatino, preparándose para ir a la doctrina, la sintió incómoda. Un roce áspero del cuello y los puños, contrastante con la calidez del resto de la tela, por ello se desprendió de ella con prontitud.

La mamá entró en enojo y quiso ponérsela forzosamente. Para conseguir su propósito el pequeño aludido se puso a llorar tan escandalosamente que hasta la tía consentidora fue a asomarse para saber el motivo.

Haciendo desdén sus hermanos se retiraron de ahí dejando de insistir. Sabían lo desagradable que era estar escuchando ese lloriqueo exagerado parecido a los berridos que venían desde el corral de las vacas.

Ahora creyó que ese recurso le permitiría escapar de intento del tío Carlos, que solícito acudió al llamado de su cuñada, para que le cortara el pelo a su hijo. Como su hermano Pancho ya lucía evidentes trasquiladas en su cabeza, más notorias porque su tez era blanca y su cuero cabelludo aún más y le dijo que la maquinita de cortar estiraba mucho el pelo, que hasta le dolía la cabeza, el chico no obedeció la orden de tomar asiento para hacerle el corte.

Al ver acercarse al señor con una manta en una mano y la brillante “arma de tortura” en la otra. Empezó el lloriqueo mientras lo jalaban de un brazo… Percibiendo indiferencia el sobrino aumentó el volumen del llanto y dejó de caminar aflojando pies y piernas, sin conseguir el propósito de permanecer inmóvil, lejos de la silla colocada en la puerta de una gran bodega.

Sintió cuando iba en el aire, sostenido por los dos brazos, ahora quejándose de lo fuerte que le apretaban aquellas manos callosas y gruesas.

Combinó llanto con gritos, forcejeos con pies, manos y cabeza hasta que el peluquero lo ató con un mecate tan delgado que creyó poder reventarlo como había visto a su papá hacerlo, para flejar alguna caja de cartón

Descubrió que a veces hacer berrinche no funciona.

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