Inesperada muestra de afecto

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

El apetito infantil era por la necesidad de probar sabores diversos en la exploración cuando se va conociendo el mundo.

En memoria del tío Carlos Meléndez Contreras.

“Dejen de hacer travesuras, se va a enojar su abuelito Pedro”. Era la consigna ordinaria que escuchaban de mamá, abuela Petra y la tía Manuela. Lo hacían para contener sus ímpetus de hurgar entre matorrales en donde se escondían las gallinas, cazar lagartijas entre las piedras del potrero, pájaros diversos entre los árboles, con resultados frecuentes de destrozo.

El abuelo era todo afecto y bondad. Los veía y solo sonreía en señal de complicidad. Tal vez recordaba sus propias aventuras infantiles.

Pasaban largas horas en el barranco del arroyo, provistos con una vara afilada en una piedra, a manera de punzón, escarbando para extraer “coquitos” (pequeños tubérculos del tamaño de una canica que se encuentran en el subsuelo, de unas plantas minúsculas parecidas a la hoja del mezquite) y competir a ver quién encontraba más. Muy emocionante era encontrar el primero y luego seguir la raíz para localizar otros. Era más fácil cuando la tierra estaba húmeda y el rizoma no se trozaba.

Por los meses que coincidían con las vacaciones del fin de cursos escolares, cuando es la floración del maguey. Se hacía “agua la boca” por querer probar el néctar de su flor. Llamaba la atención los brazos de los quiotes grandes que tenían cáliz con mayor cantidad de miel. Tumbarlos de tan alto era muy difícil. Ni pensar en la posibilidad de que alguno de los niños dispusiera de hacha, machete o cuchillo pues los padres las resguardaban por evitarles riesgos innecesarios.

Sólo podían bajarlos a pedradas. Quizá el esfuerzo realizado multiplicaba el placer al conseguir arrancar algunos. Los que portaban resortera eran favorecidos.

Aquellas ganas de consumir alguna golosina eran permanentes. Quizá el apetito infantil era por la necesidad de probar sabores diversos en la exploración realizada cuando se va conociendo el mundo.

Cierto día que un pequeño intentaba cortar esas flores pasó por ahí su tío y, al verlo sudoroso, con pocos resultados por el refuerzo, le dijo: “mañana yo te corto una manilla”. Esa noche durmió poco ilusionado con la promesa. Aquel tío no se distinguía por ser expresivo con los sobrinos y la duda de cumplir lo mantuvo en vela.

Después del almuerzo fue a esperarlo a la magueyera. Cuando lo vio llegar se desencantó pues llegó muy limpio, recién bañado, con sombrero nuevo, su inmaculada camisa blanca que usaba cuando iba al pueblo.

Para su sorpresa observó que, con cierta facilidad levantó uno de los quiotes secos que había en el cercado y con un magistral movimiento, utilizando la punta, cortó fácilmente una manilla grande, la sacó de entre las espinas, se la dio y siguió presuroso camino hacia la ciudad.

No podía dar crédito a tan grande regalo. Las degustó bajo la fresca sombra de un pirul, empalagado fue a compartir con sus amigos, sin revelar cómo era dueño de tan grande manjar.

El campo es generoso, provee numerosas delicias gratuitas.

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