Falta de colmillo

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Creían que esa experiencia había sido suficiente para realizar cualquier monta.

A los primos Laredo Meléndez, con gratitud y afecto.

Algunas dos veces y a un par de kilómetros para llegar al rancho, la terracería iba paralela “al camino viejo” que daba hacia las labores y por esa razón, coincidieron mientras iban con ese destino a pasar el fin de semana.

Desde lejos vieron que el abuelito Pedro iba montado en un asno rumbo a casa. El papá les dijo a sus dos muchachos que se hicieran cargo del animal mientras él llevaba a su padre en la comodidad del vehículo.

Los chavales, deseosos de aventura, bajaron y corriendo abordaron al bondadoso octogenario, quien los recibió con una singular sonrisa.

“Dice mi papá que se vaya usted en la camioneta y nosotros llevamos al burro hasta el corral”, expresó Pancho, el mayor.

Cuando le dieron el saludo de beso en el dorso de aquella mano trabajadora, ensombrecida por el sol, curtida por tierra y viento, pero con el cariño que se sabe tener a los abuelos, recibieron el apoyo para colocarse uno en el fuste y otro en ancas del animal.

La bestia era dócil, bien amaestrada y sin contratiempos concluyeron contentos el pequeño paseo.

Creían que esa experiencia había sido suficiente para realizar cualquier monta.

Las vacaciones eran más gratas porque la permanencia se extendía hasta un mes, lo que les daba oportunidad de quedarse en la majada de los primos Laredo. Un par de jacales de palma con techo de sotol en donde eran felices por la eterna fiesta con los juegos infantiles.

Así que seguros de sí mismos, en cuanto hubo oportunidad de reunirse con Pascual y Pavo, en cierto día que habían ido por agua a la noria y despensa a la tienda, emocionados se treparon en ancas de “el negro” y “el payaso”.

Por ir entretenidos en la gritadera y plática de las novedades últimas de sus respectivas escuelas, dejaron de prestar atención en conducir las bestias. Pascual, para conversar con mayor comodidad, hasta se acomodó al revés sobre “el payaso” confiado en su mansedumbre, dando la espalda y jugueteando con el almartigón del apacible asno.

En el primer riachuelo que cruzó la vereda el animal tomó vuelo para poder con la carga en la subida, los ingenuos jinetes perdieron el equilibrio y cayeron en estrepitosa polvareda.

El menor vio entre la nube como la pezuña trasera pisaba su “huesito sabroso” y su ¡Ay! se escuchó sobre las carcajadas del resto.

Prefirió cojear hasta la casa en donde supieron del accidente al verlos aterrados y con surcos abiertos en el rostro por el sudor y las lágrimas. La tía Teresa los recibió revisando los daños. Al descubrir que eran leves raspones sentenció: “Duele más la caída de un burro que de un caballo”, están listos para ser jinetes.

La grata estancia de la visita no logró borrar la trágica experiencia para montar de regreso. Ahí comprendió el adagio aquel de “La confianza mata al hombre”.

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