Anhelando un mejor porvenir

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

El esfuerzo es la clave del éxito.

Al amigo Gonzalo López García, por tantas vicisitudes superadas.

¿Cuántos malos pensamientos vinieron a la cabeza de Don Eufemio al no encontrar a su hijo en la casa?

“Seguramente anda de vago”, supuso. Su primo hermano le informó que siempre llegaba de la escuela varias horas después del horario de salida.

Sintió decepción porque era el mayor. Haberlo dejado en Matamoros, Coah, por tener que mudarse con su esposa y otros ocho hijos, alentado por la oportunidad de dejar el jornal agrícola para convertirse en ejidatario en la parcela que le heredó su papá. ¿Qué ejemplo estaría dando a los hermanos menores?

Molesto fue a buscarlo, encontrándolo en las mesas de “los futbolitos”; el coraje amainó al saber que en ese lugar trabajaba durante sus ratos libres. Trabajar, ¿Para qué?

El adolescente no se atrevió a inconformarse por la reprimenda, ni pudo explicarle que sólo los primeros días la señora de la casa se levantó a darle de desayunar. Todo el tiempo se iba a clases “con el ombligo pegado al espinazo”. En el trayecto a la escuela alguno de sus condiscípulos le ofrecía un taco de frijoles. A veces llegaba a la hora de la comida, pues en cuanto había oportunidad buscaba en qué ocuparse.

Empezó lustrando zapatos, actividad efímera porque apenas podía obtener cuarenta centavos en un día, aunque era menos agobiante que ocuparse de ladrillero, en donde ocasionalmente ganaba hasta setenta centavos. Feliz porque le alcanzaba para adquirir un refresco y un pan de “cortadillo” (su alimento preferido a falta de comida). Conseguía más ganancia comerciando escobas y mejor, vendiendo paletas de hielo. Alegre recuerda aquel Día de Finados, trece pesos con cincuenta centavos de ganancia en un solo día. Orgulloso los entregó a sus padres y sintiéndose rico de ellos recibió cinco pesos por el esfuerzo. Muy lejos quedaron aquellas madrugadas arrastrando el costal entre los algodonales que con grandes fatigas apenas lograba pizcar tres míseros kilogramos. Años más tarde entendió que su padre no conseguía ganancias económicas con llevarlo de apenas cinco años de edad a esa tormentosa actividad: pretendía enseñarlo a trabajar.

Doña Ignacia, su madre, explicó las razones de sus llegadas tarde a casa. Era por trabajar y hacer tareas con sus compañeros. Lo cambió a casa de su hermana, Doña Juana.

Todavía recuerda aquella mañana límpida de enero del año 66, cuando en el almuerzo recibe dos huevos. No sabía comerlos porque en casa materna siempre los cocinaban todos revueltos, a veces combinados con papas, chile, tortilla, para hacerlos rendir. Vio a su primo poner un poco de sal, reventar la yema con un pedazo de tortilla y saborear el rico manjar, ahí conoció los huevos estrellados.

Los cuidados pronto rindieron frutos porque su promedio escolar fue subiendo hasta conseguir 9.6 en tercero de secundaria.

En el examen de admisión a la Escuela Normal consiguió ser el segundo puntaje más alto de doscientos sustentantes.

Combinados esfuerzo y capacidad, llevan al éxito.

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