
La presidenta afirma que la prisión preventiva oficiosa “no se aplica automáticamente”. Pero el artículo 19 constitucional obliga al juez a imponerla si el delito aparece en el catálogo.
En México, la prisión preventiva oficiosa no combate el crimen: lo institucionaliza y pese a ello la presidenta Claudia Sheinbaum defendió ayer, desde Palacio Nacional, esta figura como herramienta ante la inseguridad. Desafortunadamente, su respaldo a una medida legal que impone cárcel automática sin valorar caso por caso refuerza un sistema que castiga sin juzgar.
Durante años he denunciado los excesos de esta figura. En enero de 2011 advertí que nuestras cárceles eran verdaderas universidades del crimen, alimentadas por una política que encarcelaba sin juicio. Lo reiteré en enero pasado al señalar que el ampliar el catálogo de delitos sujetos a prisión automática implica más presos y menos justicia. Hoy, el respaldo presidencial confirma mis temores: se erosiona el Estado de derecho y se debilita la presunción de inocencia.
Es importante recordar que, aunque la prisión preventiva oficiosa tiene raíces en el texto constitucional de 1917, fue durante el gobierno de Felipe Calderón cuando se impulsó su aplicación práctica, con un catálogo de solo cinco delitos en 2008, que luego se amplió progresivamente. Esta estrategia punitiva se institucionalizó como baluarte de la “guerra contra el narco”, sin evaluar su eficacia social ni humana. En 2011 anoté que entre 2006 y 2009, de los 226,667 arrestos por delitos relacionados con el narcotráfico, solo uno de cada 4.4 detenidos fue llevado a juicio, y apenas uno de cada 6.8 recibió condena. Hoy, casi 4 de cada 10 personas encarceladas en México no tienen sentencia. La lógica del gobierno no es legalista, es punitiva.
La presidenta afirma que la prisión preventiva oficiosa “no se aplica automáticamente”. Pero el artículo 19 constitucional obliga al juez a imponerla si el delito aparece en el catálogo. El juez no decide, obedece. Y como bien advirtió la ONU, “la prisión preventiva obligatoria no cumple con los estándares internacionales de derechos humanos”.
La presidenta descalificó a la oposición por no ofrecer alternativas. Pero sí las hay: fortalecer la prisión preventiva justificada, invertir en investigaciones y aplicar medidas cautelares proporcionales.
El proyecto de la ministra Margarita Ríos Farjat, que se discutirá en la Suprema Corte el 5 de agosto, propone una salida: mantener la figura, pero sin su aplicación automática. Los jueces deberían valorar cada caso mediante audiencia. Es lo mínimo en un país democrático.
En enero escribí: “No hay evidencia clara de que la prisión preventiva oficiosa sirva para reducir la delincuencia. Al contrario, puede usarse de manera arbitraria, afectando principalmente a sectores vulnerables.” Lo reafirmo hoy. Y agrego: cuando un gobierno prefiere atarles las manos a los jueces con leyes que los obligan a encarcelar sin valorar el caso, lo que se fortalece no es la justicia, sino una lógica punitiva que reduce el papel del juez a mero ejecutor del gobierno.
¿No es esto también desconfiar de los jueces que ahora serán electos dizque para mejorar la impartición de justicia? ¿Para qué elegirlos, si la ley les impide juzgar? La contradicción es evidente: se promueve una supuesta democratización del Poder Judicial, mientras se legisla para convertir a los jueces en ejecutores del gobierno. ¿A quién sirve esta reforma? A un Estado que prefiere el miedo al juicio, el encierro a la justicia, el control al derecho.
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