Creaturas o criaturas

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

“La creación es parecida a una maqueta armada por un niño”.

Leí, alguna vez, esta versión pesimista: la creación es parecida a una maqueta armada por un niño. Al finalizar su montaje, él jugó muy poco, se aburrió, abandonó su obra. Quedamos nosotros en la ausencia de nuestro creador, preguntándonos qué diantres ha sucedido, qué sucede, qué más está por suceder.

La exploración que ahora debería emprender toda creatura es tarea que puede costarle la vida y también dar sentido a sus días sobre este suelo. Eso depende, claro, de que el creado asuma la actitud pertinente.

Menos sombría es la anécdota atribuida a Agustín: en la playa, el de Hipona busca comprender el misterio de la Trinidad del Creador. Cerca, encuentra a un niño que con una cubeta vierte a un hoyo sucesivas cargas de agua de mar. El sabio le hace ver que es de necios intentar meter todo el océano a un hueco. El niño revira que igual hace él al buscar contener la grandeza del Creador dentro de un cerebro de criatura creada.

Para los creyentes de la trascendencia, somos creaturas de divinidad. Dicen otros que somos criaturas de soledad, resultado de un devenir millones de veces ensayado y accidentado con —al fin— una estabilidad que permite energía vital en múltiples manifestaciones.

Si nos ceñimos a la tradición expuesta en la Torá, el primer humano que de veras nació fue no Adán ni Eva, sino el primogénito por antonomasia Caín. Hijo de hombre y mujer creaturas, el primer salido de un vientre se convierte en cazador impulsivo, invasor en la naturaleza. En contraparte, su hermano Abel tiene otro carácter: más dado es a enterrar semillas, esperar y sacar frutos.

Caín asola a la tierra, Abel la hace productiva. Caín envidia, Abel escruta. Caín corre, vuela; Abel se detiene, cava, riega, domina la paciencia.

El antiguo relato judío es otra alegoría que puede conectar con la teoría de Platón. Como nos hemos desbarrancado del mundo ideal, somos los hijos olvidados, enlodados en miseria. Por eso nos dedicamos no a aprender, sino a recordar, añorar lo que un día tuvimos.

Somos polvo de estrellas, efluvios de divinidad, dentro de carne concupiscente. Nos movemos entre hormonas capricho, entre repentina misericordia (que puede renovar a otras vidas) y voraz ambición (que puede arruinarlas y matarlas).




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