
Hamás desató esta nueva ola de horror con su ataque del 7 de octubre de 2023. Murieron 1,139 personas, entre ellos 71 extranjeras, y 251 fueron secuestradas.
La devastación en Gaza no admite ambigüedades morales. Desde octubre de 2023, el conflicto reactivado por el brutal ataque de Hamás y escalado por la campaña militar de Benjamín Netanyahu ha dejado un saldo de más de 54 mil palestinos muertos —más de 16 mil de ellos menores— y más de 123 mil heridos. Gaza se ha convertido en una zona inhabitable. Esta no es una guerra con objetivos claros, sino una catástrofe impulsada por el extremismo, la represión y la demagogia.
Lo dijo el martes pasado el ex primer ministro de Israel Ehud Olmert: la campaña en Gaza es una “guerra sin propósito”, una empresa cruel y criminal que avergüenza a quienes todavía creen en la democracia israelí. Y lo ha denunciado también el líder opositor Yair Golan: “un país cuerdo no mata bebés por afición”. Ninguno de ellos es antisemita o antiisraelí.
Hamás desató esta nueva ola de horror con su ataque del 7 de octubre de 2023. Murieron 1,139 personas, entre ellos 71 extranjeras, y 251 fueron secuestradas. Pero eso no justifica la represalia indiscriminada. Hamás usa escudos humanos, gobierna con autoritarismo y sabotea las aspiraciones legítimas del pueblo palestino. Condenar a Hamás no es ser antipalestino. Condenar a Netanyahu no es ser antisemita ni antiisraelí. Estas distinciones son esenciales. Quienes las borran, sirven al fanatismo.
La derecha israelí ha cruzado la línea. Declaraciones como las del exdiputado Moshe Feiglin —“cada niño en Gaza es el enemigo”— o las del ministro de Finanzas Bezalel Smotrich, que presume querer “destruir todo”, no representan al pueblo de Israel ni al judaísmo. Representan un extremismo que usa la bandera del Estado para justificar la barbarie. La matanza no es autodefensa, es castigo colectivo.
El precio también lo pagan los propios soldados israelíes: al menos 407 han muerto en Gaza desde que comenzó la invasión, y el total de bajas en las fuerzas de seguridad de Israel desde octubre supera las 850. Estas muertes son responsabilidad directa de Netanyahu y su coalición ultraderechista, que inició una guerra sin estrategia, solo para sostener su poder político.
Tampoco hay excusa para la represión en EEUU contra quienes protestan por lo que ocurre en Gaza. Desde 2023, miles de estudiantes y activistas han sido detenidos, amenazados o silenciados bajo una definición oportunista de antisemitismo, y ciudadanos extranjeros han sido deportados.
Y encima está Trump, que prometió acabar con las guerras de Gaza y Ucrania “en 24 horas” y no ha hecho más que alimentar ambas. En lugar de negociar, posó para las cámaras. Su demagogia es tan peligrosa como su inacción.
Hoy, la tragedia en Gaza es un espejo de las miserias del poder: la violencia cínica de Hamás, la brutalidad de Netanyahu, la represión disfrazada de legalidad en EEUU y el oportunismo político de Trump. No hay equidistancia posible. Condenar todo eso no es un gesto ideológico, es un imperativo moral.
La paz no llegará si se sigue confundiendo justicia con propaganda. La crítica no es odio. Defender la dignidad palestina no implica apoyar a Hamás. Rechazar la política de Netanyahu no equivale a rechazar a Israel. Urge claridad para no traicionar a las víctimas.
Como advirtió Olmert: esta guerra no tiene propósito. Pero sí tiene responsables plenamente identificados.
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