Cambiar la receta

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

In memoriam al joven Javier Alonso Favila Estaba firmemente convencido de su capacidad para hacerse entender con alumnos. Creyó que la paciencia mostrada en cada clase podría ser suficiente para que todo el grupo tuviera dominio sobre cada uno de los temas expuestos, estudiados y practicados, tanto en la sesión como en los ejercicios que … Leer más

In memoriam al joven Javier Alonso Favila

Estaba firmemente convencido de su capacidad para hacerse entender con alumnos. Creyó que la paciencia mostrada en cada clase podría ser suficiente para que todo el grupo tuviera dominio sobre cada uno de los temas expuestos, estudiados y practicados, tanto en la sesión como en los ejercicios que dejaba de tarea.

Preparaba con esmero cada contenido consultando el programa de estudios, leía la lección para interpretar la dinámica que el autor del libro de texto sugería en cada caso; escribía las propuestas más motivadoras, ejemplos atractivos, contextualizaba las situaciones, clasificaba las operaciones para asegurarse de mostrar una variedad de dificultades que puede presentar la misma cuestión en diversas circunstancias: intentaba cubrir todos los flancos y otorgaba atención especial a los estudiantes con ritmos de aprendizaje más lentos que los punteros del salón.

Utilizaba gises de colores para resaltar ideas centrales, enfatizar determinadas variantes en la complejidad de los subtemas. La búsqueda de materiales didácticos cuando asistía a cursos y encuentros entre colegas de la asignatura, fue haciéndose costumbre, porque llevando novedades conseguía llamar la atención de sus muchachos.

Cuando revisaba los exámenes, sistemáticamente se resistía a aceptar la ayuda de los estudiantes más aventajados, a pesar de su manifiesta voluntad. Consideraba que él mismo debía realizar ese trabajo para darse cuenta del proceso, aciertos y errores, para posteriormente fortalecer los elementos más débiles.

Pero algo desafortunado sucedía, pues al final se veía al borde de la frustración porque las calificaciones eran adversas.

Al término del año, el listado de alumnos con resultados reprobatorios era de una cantidad no deseable. Informó detalladamente sobre el calendario, la guía de estudios, su disponibilidad para asesorar o ayudar a quien deseara consultar algo, por las tardes o en los fines de semana, pretendiendo formar actitudes de mayor concentración y compromiso hacia la asignatura. Nadie se acercó con esa intención.

Decidido buscó la forma de simplificar lo más posible las preguntas. Dedicó varias horas para diseñarlos de manera distinta, terminando de elaborarlos casi al amanecer del fatídico día. Reuniría a todos en una sola aula y colocaría una fila por grado, además de entregar dos pruebas con preguntas diferentes para evitar que copiasen.

Esta vez aprobarían, imaginó ingenuamente. Llegaron los pupilos y ocuparon el sitio que les fue asignando por el profesor. En tiempo récord regresaron las hojas contestadas en su totalidad.

La revisión fue desalentadora. No variaron los índices de dominio. Consideró la posibilidad de que si sus muchachos se hubieran dedicado a estudiar, al menos el tiempo que él tardó en diseñar los cuestionarios, los resultados podrían ser notoriamente distintos.

Coincidió su pensamiento con la afirmación del pedagogo David Clark: “Nunca nadie aprendió más por el simple hecho de ser mejor evaluado”.

Debía cambiar la receta. Esperaría al periodo extraordinario y condicionaría la aplicación de la evaluación, a la asistencia a un curso de regularización, donde repasarían lo necesario hasta lograr la comprensión del programa.




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