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Opinión

Barbero con el jefe, déspota con los compañeros

Barbero con el jefe, déspota con los compañeros

Esta dicotomía “obsequioso/insolente” encaja con quien en algunos centros de trabajo es conocido como “empleado ciclista”.

Simitrio Quezada
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31 de octubre 2024

En “El conde de Montecristo”, Dumas pone como villanos a los insidiosos Ferdinand Mondego y el contador Danglars. El primero, por quedarse con la novia de Edmond Dantès, tiende la trampa por la que encarcelan a éste; el segundo, más peligroso, es el oculto autor de la treta.

En las primeras páginas, Danglars busca reiterada y soterradamente manchar la imagen de Edmond ante el patrón de ambos, Morrel. Espía, murmura, persigue y después sugiere cómo acabar con el joven al que envidia, pero sin ensuciarse las manos: como obran los arteros cobardes.

Resalta la descripción con que se introduce en la historia al conspirador: “obsequioso con sus superiores, insolente con sus subordinados”. El simultáneo servilismo con el jefe y despotismo con los demás es conocido en Occidente como “Síndrome de Procusto”: menosprecio del envidioso hacia quienes pueden superarlo.

Esta dicotomía “obsequioso/insolente” encaja con quien en algunos centros de trabajo es conocido como “empleado ciclista”: el que, ansioso por siempre quedar bien sólo con su jefe, acá arriba estira el cuello para adularlo, mientras abajo patea con fuerza a los otros para que no accedan a ese mandamás. El doble cara es barbero con el patrón (incluso “secuestrador” de él) y déspota con los compañeros y subordinados.

En la literatura, varios más encarnan el estereotipo: Yago (“Otelo”), Heep (“David Copperfield”), Baelish (“Juego de Tronos”), Grima Lengua de Serpiente (“El retorno del rey”), los Malfoy y Peter Pettigrew (saga de Harry Potter).

En novelas mexicanas, destaca el mustio licenciado Bedolla (“Los bandidos de Río Frío”) y el funcionario que muestra altivez a quienes esperan afuera del despacho presidencial, cada vez que sale de allí, y al volver a entrar cambia a cara de humildad frente a la primera autoridad nacional (“La vida inútil de Pito Pérez”).

Un barbaján así puede ser localizado en cualquier ámbito y nivel: acaparador y dulzón con el jefe, le recita lo que a éste le encanta oír y no lo que de veras necesita escuchar, aunque sea incómodo. Con los demás es grillero e inmisericorde: insulta con gritos a su secretaria, maltrata a intendentes, castiga a otros a la primera oportunidad sólo para satisfacer su diminuto ego.

Este “ciclista” se empeña en deshacerse de quienes él supone que pueden serle competencia. No le importa que su jefe quede sin ventajas, sin las personas más valiosas en su equipo. El ruin comienza a derruir la confianza del superior hacia los demás; termina por imbuir a aquél en una paranoia permanente, en el entendido de que sólo este insidioso es confiable y puede ser el mejor asesor y asistente.

La falta de escrúpulos es tanta, que el déspota llega a deslizarse en los ámbitos privados de su patrón. Así, horarios y espacios laborales se desdibujan: el maquinador busca ser también compañero de farras y amigo.

El daño mayor lo hace el mezquino a quien “obedece” al terminar envolviéndole en una burbuja, un lente del color más conveniente, con una percepción más al modo de este consejero que de la propia objetividad para tomar las mejores decisiones.

Todo aquél que se desempeña en puestos directivos debe aprender primero a identificar y enseguida a limitar o sacudirse a este “ciclista” o “procustista”, so riesgo de afectar la eficacia y cohesión del equipo de trabajo, así como dejar entrar una mala influencia en su trayectoria y vida. Algo que, muy tarde, puede lamentar.

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