Aprendizaje sobre el ahorro del agua

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

“Hoy ocupé menos de veinte litros de agua en bañarme” declaró la maestra Lety, entre asombro y presunción de que al paso del tiempo había aprendido a ahorrarla. Cierto que la costumbre durante niñez y adolescencia era incomparable por haber radicado en la ciudad más próspera del norte del país, donde había suficiente suministro y … Leer más

“Hoy ocupé menos de veinte litros de agua en bañarme” declaró la maestra Lety, entre asombro y presunción de que al paso del tiempo había aprendido a ahorrarla.

Cierto que la costumbre durante niñez y adolescencia era incomparable por haber radicado en la ciudad más próspera del norte del país, donde había suficiente suministro y jamás podía considerarse la falta del servicio. Allá tenía regadera y por lo caluroso de la región, en verano era insuficiente bañarse una vez al día.

Cuando terminó sus estudios de docencia, en unos cuantos días cambió radicalmente de vida, de la comodidad que proporciona el medio urbano. Pronto estaban ella y su compañera Guadalupe Piña, a cientos de kilómetros de casa y más de 12 horas de viaje, viviendo en una comunidad del semidesierto zacatecano para prestar sus servicios como maestra rural.

En Apizolaya, municipio de Mazapil, había quizá mejores circunstancias que en El Rodeo, su primer centro de trabajo pues ahora atendía solo un grupo mientras que el ciclo anterior atendía dos grados. El común denominador era la necesidad de realizar un buen desempeño con sus alumnos, los cuales, con pequeños matices, tenían una vida con adversidad socio-económica y cultural extendida en esa región comprendida por varios estados circunvecinos.

Fiel a su formación en cuestiones académicas, atendía los rubros inherentes a la profesión como la cultura y la higiene. Recomendaba a sus pupilos el baño frecuente y con la colaboración de la familia, la disponibilidad de uniforme o ropa limpia. Al término del recreo procuraba disponer de una cubeta con agua cerca de la puerta del salón, para que niñas y niños lavaran sus manos, queriendo inculcar el hábito de la limpieza.

Pernoctaba en una pequeña habitación donde colocó su cama, un modesto comedor y parrilla para cocinar sus alimentos. En un rincón de la estancia, hacia el lado de la puerta, en otro tiempo un colega había hecho una perforación en la pared, a nivel del piso, por donde salía el agua cuando se bañaba, y para evitar encharcamiento conducía a una fosa séptica.

Esa ocasión comentaba que los primeros días utilizaba el contenido de más de dos cubetas de líquido en cada baño (aproximadamente 50 litros), pero siendo sensible a la disminución gradual del flujo del manantial del pie del cerro, que almacenaban en una cisterna colocada a unos cuarenta pasos de su domicilio, a la cual acudían las familias para acarrearla a sus hogares y que conforme se acercaba el tiempo de seca, alarmaba principalmente a madres de familia, provocando la aparición de cada día más larga la fila de habitantes con sus recipientes sedientos, misma que iba siendo parte del paisaje cotidiano en las horas previas a las seis de la mañana, horario en el que la autoridad ejidal retiraba el candado de la llave para distribuirla entre la gente.

Al vivir aquella limitación aprendió a maximizar su uso.




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