Punto. Final

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

La muerte de Pablo Torres me afecta entrañablemente. Su libertad de pensamiento y expresión me atrajo desde el principio.

No recuerdo si la primera vez que conversamos fue el 2005 o en el 6, y no recuerdo si fue de toros, del teatro (el Hinojosa de mi pueblo) o del afecto que sentíamos por el amigo mutuo, periodista, que por entonces regresaba a Zacatecas para hacerse del periódico que ahora representa la cara de esta casa editorial. Casi apostaría que fue de toros -porque él era torerista y yo torista-.

De lo que sí estoy seguro es de que respondió, como era él, con su estilo oratorio jerezano, ese que era rítmico, rebotando en palabras escogidas por la correspondencia entre su sonido y su significado, pasando de un tono acariciador para evocar lo que le unía a quien era su oyente en turno, a la declamación rítmica o el sarcasmo contenido, mediando una sugerida reverencia. Y siempre una sintaxis impecable y alguna cita entremetida.

La muerte de Pablo Torres me afecta entrañablemente. Su libertad de pensamiento y expresión me atrajo desde el principio porque, aunque pertenecíamos a generaciones diferentes, siendo él más joven sus modos cuidadosos, educados, reverenciales y contenidos le servían de freno a mi cabeza en donde se mezclaban la Medicina con mi interés por lo que sucede en la sociedad en una estructura mental de sátira e ironía.

En el último medio siglo de Jerez, aquí hemos pasado de vivir en una sociedad de emprendimiento, aspiracionismo y pretensión a otra en la que privan los tamborazos, la cerveza, lo comodino y la modorra. En el último medio siglo de Jerez solamente dos ideas han logrado sacarnos de la modorra cotidiana: la primera, que duró poco porque era una ilusión maravillosa y diamantina pretendía “hacer de Jerez un Estados Unidos chiquito…” y la segunda, que se prolongó por años convirtió a Jerez -de manera que pareció genuina durante un buen tiempo-, en “Jerez Pueblo Mágico”.

Basado en una amplia cultura general y un buen juicio, Pablo Torres representó, encarnó él mismo, el sentimiento de que Jerez en realidad era un pueblo mágico por cuyas calles, algún día, correrían ríos de turistas. En realidad, él se estaba divirtiendo. Actor consumado, apasionado por el arte, sobreactuaba constantemente el papel del capitán en prácticas enfrentado a la censura, a los dictados o a los caprichos de una pretendida dirección que, trienio por trienio, consideraba incompetente, inculta y autoritaria. En ese papel, el de develador del pueblo mágico, fue sin duda el más grande; vertió toda su alma y energía en ello hasta el punto de la extenuación. Se sentía que su compromiso iba mucho más allá de las contingencias terrenales. Por entonces la puerta de su oficina estaba a unos pasos de la mía, por la acera de enfrente y discutimos muchas veces si sería suficiente aplicar dinero público a generar cambios cosméticos en las fachadas de las calles del centro de la ciudad, como quien construye una escenografía, para resolver lo que estaba sucediendo puertas adentro en cada casa de Jerez. Estoy seguro de que, con el tiempo, se dio cuenta que yo tenía razón, aunque eso hace mucho que ya no importa. 

Luego, admiré su capacidad para dar un paso atrás y atender a la sugerencia de que era necesario que dejara aquel cargo que le había hecho una figura en la sociedad local en el momento en el que parecía que se estaba empantanando, para que con ello se notaran su ausencia y el producto de su trabajo.

Creía en la amistad y la lealtad, una virtud cardinal, escasa en el medio político en el que navegó durante una década más. Sé que los últimos años le fueron más difíciles, en una época en que el destino le puso la proa apuntando de nuevo al pueblo al que por una temporada le dio un motivo de identidad, pero con diferente fortuna.

La última vez que hablamos, hace meses, me dijo que había cambiado de opinión sobre Morante. Ahora le parecía más artista y menos tramposo.

Así era mi amigo Pablo. No tenía pretensiones de genio ni de santidad —dejo a los carroñeros recordar sólo sus accidentes—, pero era un hombre profundamente libre a pesar de sus ataduras y, por lo tanto, seguramente feliz por muy buen tiempo.




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