Inflación, ética y democracia

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

La incapacidad de las democracias occidentales para anticipar la evolución de sus políticas económicas y monetarias refleja una parálisis del razonamiento.

Algunos discuten si el intervencionismo del ejecutivo es el síntoma cardinal de una democracia a raya. Mientras que la curva de inflación subyacente se mantiene obstinadamente en niveles altos y sigue perjudicando el poder adquisitivo de los hogares, el presidente tiene como política pública hostigar a través de las listas en las que se ilustra a todo el país quién vende más caro este o aquel bien de consumo cotidiano (como es el caso de los señalamientos a los supermercados o las gasolineras más caras de la república) y luego, para bajar los precios no ha encontrado nada mejor que señalar directamente a los grandes minoristas para que bajen sus precios.  Por desgracia, las ilusiones son esencialmente deseos sin esperanza. Un axioma que se le habrá escapado a nuestro mandatario que olvida que cada bien tiene un valor intrínseco y costos agregados. ¿Cómo podría una industria de bajo margen, como la dedicada a la distribución y venta de combustibles, un actor en un sistema capitalista basado en la ley libre del mercado, aceptar tales inconsistencias? En nombre de la responsabilidad, cómo es posible suponer que el sistema comercial que se encarga la última entrega de combustibles en México se sometería a ella sin pestañear.

Son los tenderos que saben sumar, los mismos que venden gansitos, limones de Michoacán o duraznos de la Ermita de los Correa los que todos los días nos hacen entender que toda acción está determinada por causas perfectamente identificables. De hecho, ¿de dónde ha venido la inflación que sufrimos? Algunos dirán que es el resultado de tensiones geopolíticas mundiales o de lo que tiene que pagar cada productor -de lo que sea- mientras produce, transporta o comercializa en el territorio nacional. ¡Cualquiera de todas esas causas es cierta! Pero también contribuye a ella el paternalismo estatal, que ha plagado nuestras democracias durante varias décadas y se ha exacerbado en los últimos años. Frente al aumento de las tasas de interés, la presidencialista lista de “quién es quién en los precios” se ha convertido en un ejercicio populista que no analiza las causas de cada una de las cifras que presenta. Y es que las deudas rara vez se pagan a medias. El ejercicio de estas pretendidas medidas antiinflacionarias solo agrava un problema que ahora es difícil de contener. No basta con asustar desde la tribuna más alta del estado.

Detrás de estas consideraciones económicas se esconde una reflexión política y filosófica sobre el funcionamiento de nuestros gobiernos. La incapacidad de las democracias occidentales para anticipar la evolución de sus políticas económicas y monetarias refleja una parálisis del razonamiento. La anticipación ha dado paso a la reacción. De espaldas a la pared, los poderes públicos echan mano de lo que les queda a la mano para encontrar una solución a una situación cuyo deterioro ellos mismos han provocado.

Hace cien años, Max Weber ya se refirió a dos tipos de conductas éticas aplicables a quienes tienen puestos de responsabilidad pública y que se oponen resueltamente: por un lado, la “ética de la responsabilidad”, según la cual quien gobierna debe responder por sus acciones y no puede descargar sus consecuencias en otros; por otro lado, la “ética de la convicción”, según la cual sólo prevalece la ejemplaridad de las acciones, incluso si su objetivo es irracional. La observación de las esferas políticas contemporáneas dentro de los sistemas democráticos tiende a resaltar el grave descuido de la ética de la rendición de cuentas. ¿Puede el gobierno descartar las consecuencias de sus acciones sobre los agentes de la actividad económica? ¿Por qué otros deberían pagar por el intervencionismo exacerbado del Estado?

Esta situación concierne no sólo a México, sino a muchas democracias, empezando por los Estados Unidos. ¿No es la Ley de Reducción de la Inflación del presidente Biden, sino un estímulo para aumentar los precios? La ecuación es simple: cuanto mayor es el dinero entregado gratuitamente a los consumidores -sea a través de descuentos en el precio pagado por el consumidor y subsidiados por el estado o sea a través de “programas sociales”-, cuanto más crece el consumo, mayor es el precio. Si el apoyo a la economía puede haber sido una necesidad en algún momento, ¿no es la ayuda desproporcionada la que puede empeorar en última instancia la situación de los hogares en lugar de mejorarla? El intervencionismo se ha convertido en un círculo vicioso del que parece cada vez más difícil salir. ¿La causa? La legitimidad de nuestros líderes está a media asta, y tienen que pagar con dinero público (dinero de todos) las medidas necesarias para mejorar su situación individual.

Mientras tanto, miles de hogares sufren la falta de ética de nuestros gobernantes. La clase media se ve perjudicada por la inconsistencia de las medidas tomadas por ocurrencia. Esta observación es más alarmante porque amenaza los cimientos mismos de nuestros sistemas democráticos. Las épocas de carestía y escasez allanan el camino del extremismo. Es indispensable encontrar los mecanismos para que los gobernantes asuman el costo de sus actos.




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