
Jaime Santoyo Castro.
El Estado debe proteger a quienes lo representan.
El reciente asesinato de la secretaria particular y del asesor de la Jefa de Gobierno Clara Brugada en la ciudad de México, que se suma a otros muchos casos de igual naturaleza a lo largo del territorio nacional, nos hace ver que en México el ejercicio del servicio público se ha convertido en una actividad de alto riesgo, y resulta impostergable la adopción de protocolos específicos de seguridad para funcionarios públicos, particularmente para Gobernadores, presidentes municipales, personal de las fiscalías, jueces, agentes de seguridad, Diputados y Senadores, delegados regionales y funcionarios estatales.
Una función pública en la mira
De acuerdo con cifras del Instituto Nacional de Estudios Penales y de organizaciones como Etellekt, México se ha convertido en uno de los países más peligrosos para ejercer un cargo público, especialmente a nivel local. Tan solo durante los procesos electorales recientes, se han registrado decenas de asesinatos de aspirantes, alcaldes en funciones, regidores y síndicos, lo que podemos comprobar volteando a Veracruz, donde han sido sacrificados algunos candidatos a presidentes municipales.
Los ataques no se limitan al ámbito electoral. Fiscales, policías ministeriales, jueces y funcionarios que combaten la delincuencia o fiscalizan recursos públicos han sido víctimas de atentados, secuestros, amenazas y homicidios, en clara represalia por el desempeño de sus funciones. En muchos casos, las agresiones derivan de la desprotección institucional, la falta de medidas preventivas y la exposición constante al crimen organizado o intereses políticos.
El Estado debe proteger a quienes lo representan. La función pública es, por definición, un servicio al interés general, pero para que éste se garantice, el Estado debe asumir una corresponsabilidad en la protección de quienes lo encarnan. No se trata de privilegios ni de elitismo, sino de asegurar que quien cumple un deber público no lo haga a costa de su vida o integridad personal, como viene sucediendo en múltiples casos.
Establecer protocolos de seguridad para funcionarios significa:
Proteger a la autoridad es proteger al Estado de Derecho. El debilitamiento de las instituciones comienza cuando sus representantes se sienten solos ante el peligro. Un alcalde extorsionado, un fiscal amenazado o un juez intimidado no solo ponen en riesgo su vida, sino también el funcionamiento democrático y la legalidad.
La ausencia de protocolos de seguridad sistemáticos también genera efectos colaterales graves:
Una exigencia de la justicia democrática. Resulta contradictorio que se exija a los funcionarios públicos que cumplan con su deber combatir la corrupción, aplicar la ley, garantizar servicios, enfrentar intereses fácticos, sin brindarles mínimos de protección y condiciones materiales para ejercer ese deber. La seguridad institucional es una expresión del derecho a la vida, a la integridad y al trabajo digno, y su implementación no debe depender de coyunturas o jerarquías, sino de criterios objetivos de riesgo y función pública.
Conclusión
En un entorno marcado por la violencia, la fragmentación del poder y el avance del crimen organizado, la protección de los funcionarios públicos debe asumirse como política de Estado. Implementar protocolos de seguridad no solo protege vidas individuales: fortalece el Estado de Derecho, preserva la gobernabilidad local y dignifica la función pública.