Una palabra nueva

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

  Dedicado al tío Goyo Ruiz Belmares (QEPD)   El grito produjo la suspensión del juego de la mayor parte de aquel grupo de niños, que se entretenían haciendo cuevas en el barranco del arroyo, comunicando una covacha con otras, dando como resultado un ingenioso laberinto subterráneo. Por fuera hacían rampas, terrazas o terreros diminutos … Leer más

 

Dedicado al tío Goyo Ruiz Belmares (QEPD)

 

El grito produjo la suspensión del juego de la mayor parte de aquel grupo de niños, que se entretenían haciendo cuevas en el barranco del arroyo, comunicando una covacha con otras, dando como resultado un ingenioso laberinto subterráneo. Por fuera hacían rampas, terrazas o terreros diminutos que embellecían aquel ensortijado y complejo conjunto de pasadizos.

Días antes había llovido y el olor a tierra mojada era grato, además de ablandarla. Uno de los chicos tuvo la idea de hacer un potrero minúsculo, fabricando las piedras: tomaba un poco de polvo humedecido y la apretaba con su mano, al abrirla quedaba formado un pequeño terrón al que luego le eliminaba las aristas y colocaba alineando uno sobre otro, construyendo una barda que limitaba la orilla de la carretera que comunicaba una caverna con la del vecino de juego.

Las herramientas, piedras lajas afiladas por fricción, trozos de hojalata, punzones de madera, quedaron abandonadas cuando alguien, exclamó: “¡La barbacoa, ya está la barbacoa!”.

Todos se fueron corriendo. Pancho y Beto quedaron sorprendidos, desconcertados por un instante ante el inusual hecho. Con las rodillas y manos sintiendo la frescura de la tierra mojada se miraron entre sí, procurando entender qué estaba sucediendo. El primero era el mayor, así que el otro esperó a ver su actuar. “¡Vamos!” dijo (tal vez por imitación) , emprendiendo tropel rumbo a casa de la tía Candela.

A medio patio había un grupo de personas expectantes, alrededor de un montón de cenizas humeantes. Con sumo cuidado el primo Juan iba quitando el rescoldo con un azadón, hasta dejar al descubierto un bulto de pencas de maguey tatemadas y sujetas con alambres para conservar el envoltorio. Lo extrajeron de aquel pequeño hoyo y con pinzas en la mano, el papá de Memo soltó los amarres.

Mientras tanto el niño meditaba en la palabra recientemente escuchada, desconocida. Su pensamiento la relacionaba (sin saber por qué), con los pelos de los elotes: “barbacoa”.

Inquietos por saber lo que había dentro observaban el desprendimiento de las hojas del agave… ¡una cabeza de toro! cocinada. Vio el brillo de la grasa y partes de carne dejaban al descubierto segmentos del hueso de la calavera, despidiendo en el vapor un olor exquisito.

Por ser de los pequeños, junto a Pedro de su misma edad estaban delante del círculo de personas… el tío Goyo lo vio y  tomando con la punta de un cuchillo un trozo de carne, le dio un soplo para enfriarlo un poco y extendió su brazo ofreciéndole a la boca del niño. Decidido lo tomó en sus dientes y rápido fluyó la saliva a los costados de la lengua, disfrutando el delicioso bocado.

“¿Está buena?” preguntó entre sonrisa y espera. Con movimiento de cabeza afirmativo se dio por sentada la aprobación del manjar.

¿Recuerda usted, amable lector, lectora, cómo adquirió conocimiento de alguna palabra nueva en su acervo lingüístico infantil?




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