Mentor excepcional

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Al Mtro. Plácido Hernández Sánchez, colega y buen amigo A los chavos les gustan los bailes porque, más allá de la diversión  están en busca de una pareja, intentando encontrar una experiencia amorosa, quizá pretendiendo con quién formalizar una relación. Por lo menos eso sucedía aún hace pocos años. Pero aquel muchacho rebelde, inquieto, peleonero … Leer más

Al Mtro. Plácido Hernández Sánchez, colega y buen amigo
A los chavos les gustan los bailes porque, más allá de la diversión  están en busca de una pareja, intentando encontrar una experiencia amorosa, quizá pretendiendo con quién formalizar una relación.
Por lo menos eso sucedía aún hace pocos años.
Pero aquel muchacho rebelde, inquieto, peleonero prefirió tomar una pelota de basquetbol e irse a la cancha, mientras sus compañeros de grupo y maestros disfrutaban la fiesta en otros espacios.
Al reflejo de las luces de la ciudad “echaba cascarita”, sólo. Quizá también deseaba andar bailando, pero tampoco podía desaprovechar la oportunidad para “hacerse notar llevando la contraria”, como muchos otros muchachos hacen en los contextos familiares o escolares.
En la Dirección escolar había numerosos registros de desencuentros de este estudiante, por la relación con sus condiscípulos. La mayoría de ellos por agresiones físicas.
Cuando alguien adquiere esa fama, se convierte en el centro de las provocaciones de los demás, para medir fuerzas, simplemente para ponerlo a prueba o adquirir popularidad. Eventualmente se cruzan apuestas entre los pasillos, cuando detectan a otro rival.
Esa noche un atrevido compañero entró en escena, apoderándose del balón luego de un rebote en el tablero. Aquél de inmediato se encendió. De no ser por la penumbra reinante a esa hora, podría habérsele notado el rostro iracundo: resuelto quiso abalanzarse contra el provocador.
Repentinamente sintió por detrás, sobre su hombro, la palma de una mano fuerte, a la vez que escuchaba una voz gutural, pausada, firme, grave: “deténgase  joven”.
Se congeló al reconocer quien era. Su maestro de Computación.
Un hombre serio, de pocas palabras, pero paciente y perseverante. Aunque no hubo pleito, alguien avisó al Prefecto de la escuela sobre el conato de bronca, quien llegó presuroso y al comprobar la identidad del chico, manifestó hartazgo y sentenció expulsión, porque se esperaba el mínimo pretexto para plantearlo al Consejo Escolar.
El pedagogo, seguro de sí mismo pidió una última oportunidad para el acusado. En unos cuantos meses terminaría el último semestre. Pidió ser su tutor, comprometiéndose a transformarlo en ocho semanas. De no conseguirlo, aceptaría la sentencia.
La petición fue concedida y el profesor hizo acompañamiento intensivo también con las materias de Física y Matemáticas. Fue evidente que el muchacho sólo necesitaba un poco más de atención, porque dócil y disciplinadamente estuvo asistiendo a todas las citas programadas en los recesos, espacios libres, a contraturno y días inhábiles.
Por limitaciones socioeconómicas aquel joven no pudo asistir a la Universidad, pero hoy día es un renombrado mecánico de la comunidad. Recuerda con respeto y agradecimiento a su bienhechor. Cuenta que en esos dos meses aprendió más de lo que había asimilado en casi tres años.
Es importante que existan docentes como “El Maestro Kimo” (él mismo adoptó ese mote)  generosos, dedicados, eficientes, comprometidos.
Para fortuna de los alumnos hay algunos como él, salvo que, como se dice coloquialmente “no se dan en racimos”, son excepcionales.



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