Improvisada cuadrilla de pizcadores

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado a Celestino(+), Salvador, Juventino, Nacho y Juan, compañeros de estudios. Quizá había sido mejor así, no haber pensado en que era necesario portar lonche, porque se evitaron la pena de decirle al ama de casa donde vivían, que tenían esa necesidad, pues era grande el favor de recibir la asistencia de hospedaje y alimentos, … Leer más

Dedicado a Celestino(+), Salvador, Juventino, Nacho y Juan, compañeros de estudios.

Quizá había sido mejor así, no haber pensado en que era necesario portar lonche, porque se evitaron la pena de decirle al ama de casa donde vivían, que tenían esa necesidad, pues era grande el favor de recibir la asistencia de hospedaje y alimentos, endeudados con los enseres de la despensa, hasta que les llegara la beca escolar, lo cual sucedía dos veces al año.

Pero en ese momento les sorprendió el percatarse de que carecían de él, porque el jefe de aquella improvisada cuadrilla de pizcadores de tomate, formada por estudiantes, dio la orden de suspender el trabajo, declarando “hora de comer”. Una pena más en su haber juvenil.

Los convocó a la sombra de un gran árbol en la orilla del sembradío y, mientras unos anhelaban acostarse en el suelo para descansar del dolor de la rabadilla por estar agachados, dejando el tomate tierno (de color verde opaco), apartando el maduro (color rojo), cortando el más brillante y liso, para colocarlo en una cubeta de 20 litros, para acarrearlo al extremo de la huerta, en el punto donde los empacadores elaboraban las rejas de madera y las cargaban al camión, regresando en cada vuelta, el dolor acumulado del filo del bote en el hombro; las piernas cada vez más débiles y las manos adoloridas.

Juan, el de carácter introvertido, se alejó del grupo al lado opuesto ocultándose en la maleza septembrina.

Con la experiencia que da el trabajar con grupos espontáneos, el contratista hábilmente encendió una fogata, sacó de su bolsa un gran fajo de tortillas y con destreza picó cilantro, chile, col, tomate, cebolla completando poco más de la mitad de uno de los recipientes utilizados en el acarreo de la verdura. Esos tacos supieron a manjar de dioses, como sabe cualquier alimento en estado de cansancio extremo.

Terminado el receso, en la cual varios hasta dormitaron, se reanudó la actividad.

Las cinco de la tarde, hora de salida, pareció alargarse tanto como los surcos de la labor, pero los semblantes, curtidos por el sol, se revitalizaron al recibir el pago del jornal: un flamante billete de veinte pesos.

Animados regresaron al poblado, empalmar la conversación a los pensamientos de qué hacer con ese dinero: comprar útiles, guardar para disfrutar de una semana de desayunos en la cooperativa escolar, ir unas tres tardes a la refresquería de la plaza a comprar tortas y poner música en la radio consola, comprar champú, vaselina y pasta dental e ir al cine (¿sobraría para eso?). La fabricación de castillos en el aire iba a su máxima potencia.

Aún faltaba aprender cómo desmanchar la ropa del verde que portaban en rodillas, piernas, asentaderas, panza, mangas y codos.

Haciendo cuentas, el sueldo del esfuerzo de un día nunca sería suficiente para resolver tantas necesidades de un adolescente.

Definitivamente era mejor permanecer en los estudios donde habría altas probabilidades de un mejor nivel de vida.

*Director de Educación Básica Federalizada




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