Hasta siempre, Édgar Hurtado

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

Vino de Aguascalientes a mediados de los años 90, un profesor joven e innovador.

Frente a hostilidades de un profesor y una profesora de la Universidad, quienes me criticaban por mi aspecto, rutinas y gustos “pueblerinos”, conté siempre con el respaldo de dos grandes maestros: Mariana Terán y Édgar Hurtado, quien este martes acaba de dejarnos.

Venidos de Aguascalientes a mediados de los años 90, Mariana y Édgar eran jóvenes profesores innovadores. Habían sido invitados por Marcelo Sada para impartirnos clases en la entonces Facultad de Humanidades. Ambos bajaban de un viejo Caribe gris cargando a su bebé; Mariana a veces canturreando, Édgar siempre con la barbilla en alto.

De entre los dos, primero me dio clases Édgar: “Historia de Zacatecas”, cada viernes para el grupo de tronco común del turno vespertino. Ahí estábamos Gerardo de Ávila, Ricardo Vela, Iván de la Torre, Carmen Fernández Galán, Claudia Solís, Federico Priapo Chew, Selene Salas, Ricardo Barajas Pro, Hipólito Hernández, María Elena Covarrubias y un servidor, entre otros, de 4 de la tarde a 8 de la noche.

Uno de los trabajos finales fue una composición-investigación sobre el estado y lo que significaba para el escribiente.

Cuando el grupo se dividió en Filosofía, Historia y Letras, nos sorprendió Mariana con sus nociones sobre Semiótica y Hermenéutica. Después, un camión de ruta 11 rosa o ruta 3 gris perdió los frenos al final de una subida y en su descenso destrozó al pobre Caribe de Mariana y Édgar.

Cuando, frente a compañeros y docentes de Letras anuncié que, para graduarme, analizaría las canciones de Chava Flores, el profesor y la profesora insidiosos aumentaron sus burlas públicas hacia mí. A un lado de Mariana, don Édgar Hurtado, el mismo que en nuestras fiestas cantaba como nadie “Don Baldomero”, gritó inmediatamente: “Muchachos: Al que escriba una tesis sobre Piporro, le pago la impresión y el empastado”. Mariana me dijo: “Seré tu asesora de tesis. Vamos analizando el discurso de esas canciones, así como analizo el discurso de sermones barrocos”.

Hubo un tiempo en que Mariana y Édgar rentaron departamentos, uno arriba del otro. “¡Vecina!”, gritaba él. “¡Vecino!”, contestaba ella, y los visitantes a ambos espacios sonreíamos por la situación. Ambos sabían vivir bien en la delimitación (y compartición) de sus contextos.

Hasta siempre, Édgar. Me quedo con lo que fuiste, con esa imagen de vitalidad que proyectabas como director de Humanidades y como investigador apasionado de la Historia. Me quedo con tu afabilidad: siempre atento, siempre apoyador. Me quedo, sobre todo, con tus pasitos raudos y tu gracia al cantar eso de “Don Baldomero: ¿cómo le va? Usted primero puede pasar. ¿Le gusta aquí o más allá?”.

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