
A solo unos días de la elección judicial, los supuestos beneficios del voto popular para seleccionar jueces y ministros se diluyen frente a una realidad desordenada, opaca e inviable.
Históricamente, el Poder Judicial mexicano ha sido deficiente y corrupto. Desde la fundación de la república, su papel ha oscilado entre la sumisión al Ejecutivo, el abuso de tecnicismos para proteger privilegios y, en muchos casos, la complicidad con intereses económicos, políticos y criminales.
A solo unos días de la elección judicial, los supuestos beneficios del voto popular para seleccionar jueces y ministros se diluyen frente a una realidad desordenada, opaca e inviable. Quienes defienden esta reforma afirman que se democratizará el Poder Judicial, que los jueces rendirán cuentas ante la ciudadanía y que el proceso, supuestamente vigilado por el pueblo, servirá para desmontar redes de poder. Pero estos ideales se han topado con un proceso marcado por improvisación, control político de candidaturas por Morena, desigualdad informativa y nula transparencia.
El caos operativo es inocultable. En algunos distritos, los votantes recibirán hasta 13 boletas para elegir entre miles de candidatos, la mayoría desconocidos. No se permitió el acceso a radio ni televisión. El INE ha modificado reglas más de 100 veces y los votantes ni siquiera podrán presenciar el conteo, que se hará a puerta cerrada y sin actas visibles. Las boletas sobrantes no serán inutilizadas, lo que abre una ventana al fraude.
Además, el diseño de los distritos judiciales genera desigualdad: algunos ciudadanos elegirán más cargos que otros, violando el principio de una persona, un voto. Y, mientras, los candidatos no podrán tener representantes en las casillas, más de 300 mil “observadores” han sido registrados, muchos ligados a Morena. Si la elección era una promesa de transparencia, se ha convertido en una muestra de opacidad.
Por eso, la elección del 1 de junio no representa una transformación sino un ejercicio de gatopardismo: se cambiará todo para que todo quede igual.
Yo, pese a todo, acudiré a votar. No porque crea en el proceso, sino porque prefiero ejercer mi derecho antes que renunciar a él, como han decidido algunos. Coincido con muchas de las razones de esos abstencionistas, pero cada quien toma su decisión con base en su conciencia y diagnóstico del momento.
Quienes opten por no votar no renuncian a sus derechos. Su abstención puede ser un acto de defensa del voto: una negativa a validar un montaje disfrazado de consulta popular. Votar a ciegas no es ejercicio cívico; es aceptar un modelo donde el juez no responde a la ley, sino a quien lo puso ahí.
¿Se romperá con las élites judiciales? No, porque los candidatos fueron seleccionados por comités del Ejecutivo, Legislativo y Judicial, los primeros dos dominados por morenistas, en un reparto de cuotas que perpetúa estructuras de poder. No hay evidencia de que el mérito, la experiencia ni la independencia hayan sido criterios principales. Se cambió el mecanismo, pero no las prácticas.
Por todo eso, esta elección no transformará al sistema de justicia. Cambiar el método de selección sin tocar las estructuras que lo corrompen no resuelve nada. Se modifican las formas, pero se conserva el fondo.
Ojalá la presidenta Claudia Sheinbaum tenga razón y este ejercicio logre acercar la justicia al pueblo. Ojalá el tiempo demuestre que yo, y miles más, estábamos equivocados.
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