El retorno a lo anormal

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

Parece como si fuera que nuestros gobernantes nos quieren temblando de miedo: en las últimas semanas, el discurso oficial sobre el Covid-19, sus peligros, lo incierto del período en el que tendremos que lidiar con él y las precauciones necesarias para evitar contagios ocupan cada día más el tema central. En cierto sentido, esta postura … Leer más

Parece como si fuera que nuestros gobernantes nos quieren temblando de miedo: en las últimas semanas, el discurso oficial sobre el Covid-19, sus peligros, lo incierto del período en el que tendremos que lidiar con él y las precauciones necesarias para evitar contagios ocupan cada día más el tema central. En cierto sentido, esta postura cautelosa es comprensible, incluso encomiable ante la nula práctica de medidas efectivas, como las que servirían para acabar con cada brote -identificar a los enfermos y sus contactos y hacer cercos profesionalmente diseñado alrededor de ellos-. Ante estas deficiencias, sería peligroso para los mexicanos bajar la guardia e irresponsable que las autoridades nos invitaran a hacerlo sugiriendo que la pandemia está acabada, porque no lo está. Pero la pregunta que surge hoy, y que amerita respuesta urgente, es la de la dosis: mantener la precaución es una cosa, permitir que la ansiedad, incluso el pánico, tomen cada vez más fuerza es otra.

Esta cautela tiene razón en la ignorancia. Es cierto que el Covid-19 está lejos de haber revelado todos sus secretos. Sin embargo, el conocimiento ha estado creciendo desde la aparición del virus y resulta que la mayor parte de lo aprendido es más tranquilizador. Ahora, los médicos sabemos que algunas poblaciones muy específicas son mucho más vulnerables, lo que significa que los jóvenes (en el sentido más amplio) y las personas sanas tienen una probabilidad muy pequeña de sufrir de forma grave la enfermedad.

También se sabe que la transmisión a partir del contacto con superficies inertes contaminadas, una hipótesis que se ha postulado durante este tiempo, es mucho menos temible de lo que se creía al comienzo de la epidemia -algunos expertos piensan que es casi puramente teórica ya que los casos probados son raros-. Por último, parece, aunque queda por confirmar, que la enfermedad mata menos hoy (como porcentaje de pacientes positivos) que en sus primeros días. Sin embargo, paradójicamente, las autoridades parecen más proclives a utilizar el principio de precaución a medida que se acumulan estas relativamente “buenas noticias”. No se trata de una pretendida relajación ingenua, pero es difícil entender que este notable entendimiento de las cosas no parece tener ningún impacto en las políticas gubernamentales destinadas al control de la pandemia.

Tal vez sucede porque los políticos piensan que, contrariamente a lo que dice el dicho, el miedo evita el peligro. Es un hecho que, si nos inculcan que debemos temer por nosotros mismos y nuestros seres queridos, todos estaremos más atentos a respetar los gestos que nos aseguren distancia de los otros y dispuestos a utilizar un cubrebocas. Sin duda, también, sucede porque nuestros gobernantes tienen miedo, no del virus, sino de las urnas.

Sin embargo, más allá de que el tamaño de la catástrofe económica revela su magnitud todos los días y de que habrá que pagar por ella, quienes defienden la aplicación estricta del principio de precaución, a menudo disimulan que saben que los sectores económicos más afectados por el criticable manejo de esta crisis son los trabajadores no calificados, los menos educados, los marginados y los jóvenes estudiantes de zonas desfavorecidas que no han podido tomar cursos en línea desde marzo.

El problema es que, por una vez, todas las personas están privadas de su libertad. Es una falta de libertad emocional. No sólo la libertad de “todos los días” -para ir y venir- a la que se puede entender la imposición de límites temporales y proporcionales a la epidemia, sino también y sobretodo la libertad de tener éxito en la propia vida al arrancar los determinismos del nacimiento, imposibilitando la oportunidad de hacer crecer los talentos de cada uno.

Si quiere evitar un colapso social, si desea sinceramente que el crecimiento se reinicie en términos de oportunidades para los más pobres y valientes, es absolutamente imperativo que el gobierno envíe señales distintas a la del peligro general e inminente: debe asumir sus fallas y dejar de sugerir, a través de la proliferación de advertencias, que nos estamos moviendo rumbo a un retorno a lo anormal.




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