¿Docentes con vocación de servicio? (parte 2)

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

Anécdotas sobre profesores a los que faltaba mucho para profesar una vocación de servicio.

Con inquietud recuerdo una frase de Larry Smith, profesor de Economía en Canadá: “Cuando tenía cinco años, yo creía que era un genio. Pero mis profesores se encargaron de arrebatarme esa idea”.

Aunque la enunciación suene a broma, se percibe en ella una realidad que, al menos en nuestra lastimada sociedad mexicana, puede resultarnos conocida. Cada uno de nosotros puede contar anécdotas sobre profesores a los que faltaba mucho para profesar una vocación de servicio.

Voy con algunas:

Cuando cuatro alumnos decidimos denunciar ante nuestros padres las agresiones gratuitas que cotidianamente nos hacía nuestra profesora de segundo de primaria, ella puso una cara de Juan Pablo II que ni mandada a hacer. Frente a las dos mamás indignadas que fueron a reclamarle, la docente disolvió nuestro cuarteto y nos preguntó, uno a uno, si de veras ―pero de veras― nos constaba ―pero si de veras estábamos seguros― de que ella nos maltrataba. Su arqueo en esas cejas disfrazadas de extrañeza bastó para disuadirnos de nuestro legítimo argumento y dejarnos como, además de cobardes, pequeños mentirosos.

Años después en mi formación académica, otra profesora se empeñaba en torturarnos con exámenes llenos de preguntas mal redactadas e incomprensibles. Cuando entré a secundaria, otro profesor se desgañitaba para acusarnos de niños ricos, hijos de ladrones, júniores sin oficio ni beneficio… sin querer entender que más de la mitad de los alumnos en ese colegio de pueblo éramos becados de uno u otro modo.

Durante esa época, uno de mis docentes se complació en un pleito que sostuve contra dos compañeros de un grado menor. Acompañado él a la hora del recreo por tres de mis compañeras más guapas y de mejor cuerpo, recargado contra una barda pequeña, se hizo de la vista gorda frente a lo que sucedía con tal de disfrutar el espectáculo gratuito de violencia.

En un momento, perdí de vista al contendiente más corto de estatura y entonces me llegó, de lleno, la patada en mi entrepierna. Sentí que la cintura se me derretía y en ese instante el profesor “espleitador”, entendiendo que el combate iba ya en declive, adoptó repentinamente su papel de formador y llegó a nosotros para preguntar ―como si él no supiera― qué estábamos haciendo. Es decir, para mi ventura, ese profesor infame dio fin al pleito en mi punto de no retorno.

Conocí al director de preparatoria que fumaba dentro del aula y al terminar su cigarro, escoltado por dos botes para basura, abría los vidrios hechos persiana para lanzar la colilla al patio. Conocí al profesor que vendió el examen final de su materia y exigió como pago cuatro llantas nuevas para su camioneta. Conocí a la profesora chaparrita que frente a sendas generaciones escolares le echaba ojo a determinado alumno de complexión robusta para coquetear con él durante el año escolar y cambiarlo al año siguiente.

Por supuesto que ser un buen docente es gran desafío. Por supuesto que profesar vocación de servicio es proeza.

[email protected]




Más noticias


Contenido Patrocinado