
Huberto Meléndez Martínez.
Una de las vivencias difíciles de mi madre, la Sra. María del Refugio Martínez Rodríguez (QEPD) La deuda había crecido desproporcionadamente en la tienda del rancho y le suspendieron el crédito. El único ingreso formal de su hijo mayor, trabajando en la mina a pesar de ser menor de edad era insuficiente porque había … Leer más
Una de las vivencias difíciles de mi madre, la Sra. María del Refugio Martínez Rodríguez (QEPD)
La deuda había crecido desproporcionadamente en la tienda del rancho y le suspendieron el crédito. El único ingreso formal de su hijo mayor, trabajando en la mina a pesar de ser menor de edad era insuficiente porque había que alimentar a los 6 hermanos menores. Uno de ellos estudiando una carrera, otro cursando la secundaria y el resto en la primaria.
El padre labraba la tierra pero el temporal tardaba en llegar. Se levantaba temprano y arriando un burro enclenque por veredas, arroyos y senderos, buscando palmas para cortar cogollos en sitios remotos, donde sus vecinos no se animaban a incursionar por lo alejado y difícil acceso. El trabajo era pesado porque prefería tallar por las noches o de madrugada para producir el ixtle en las horas frescas del día.
La hija mayor era costurera y se hacía cargo del hermano que estudiaba nivel secundario. El tiempo parecía transcurrir con demasiada lentitud, pero el matrimonio tenía la esperanza de que la situación cambiara favorablemente algún día.
“Mamá, tengo hambre” expresó cierto día la más pequeña de la familia. Su progenitora quiso distraer un poco la atención de la niña al recordar la despensa vacía y que en la tienda Cooperativa, ya no querían fiarle. “Ven conmigo, vamos a barrer en la huerta, se ha juntado mucha basura por el potrero y a tu papá le disgusta que esté sucio”.
Regularmente entre la señora y La tía Manuela, se asignaban barrer todo el patio del frente del casco de la hacienda, aledaño a la Capilla y punto de reunión de los vecinos en los fines de semana por los juegos de volibol, asistir a la doctrina o a misa. Provistas de sendas escobas de cortadillo dejaban presentable aquella extensión de unos 250 metros cuadrados, donde los grandes árboles de pirul soltaban hojas durante todo el año.
A la pequeña le gustaba ir cuando recogían los montoncitos de hojas y los echaban en la carretilla para llevarlos al muladar; ella se trepaba encima, hacia la parte delantera columpiando sus piernas por enfrente para que la pasearan.
Casi al concluir la faena, la madre elevó una oración de agradecimiento a Dios, porque entre la basura del último montículo, en el extremo del cercado había un flamante billete de 500 pesos. Lo tomó y apretó en su regazo conteniendo las lágrimas. Ocultando su regocijo regresaron a casa, se cambió de ropa, echó el rebozo a cabeza y hombros; con una bolsa grande enrollada bajo el brazo se encaminó al comercio. Frente al mostrador extrajo nerviosa aquel maltratado y desteñido billete, liquidó la deuda y compró alimentos. Regresaron felices a media tarde para preparar la comida.
Una madre puede ahogar una respuesta difícil en la boca como aquella vez, pero su pecho parece reventar al contener el dolor que siente, por la impotencia de carecer de lo más elemental para alimentar a sus hijos.