
Jaime Casas Madero
El Senado, que debería ser el espacio del diálogo y los consensos, se convirtió en un ring de golpes y gritos, reflejando con crudeza la erosión del respeto por las instituciones.
La semana pasada, presenciamos un episodio vergonzoso ocurrido en el Senado de la República, donde el dirigente nacional del PRI, Alejandro “Alito” Moreno, agredió físicamente al entonces presidente de la mesa directiva, Gerardo Fernández Noroña, lo cual es una muestra clara de la degradación del debate político en México.
El intercambio de empujones y amenazas no solo manchó la investidura de la Cámara Alta, sino que dejó al descubierto la incapacidad de algunos actores para dirimir sus diferencias dentro de los cauces institucionales. El Senado, que debería ser el espacio del diálogo y los consensos, se convirtió en un ring de golpes y gritos, reflejando con crudeza la erosión del respeto por las instituciones.
Si bien es evidente que “Alito” fue quien desató la agresión física, tampoco puede pasarse por alto la actitud de Fernández Noroña. En su calidad de presidente del Senado tenía la obligación de mantener la mesura, moderar con imparcialidad y evitar que las tensiones políticas se desbordaran. Su estilo confrontativo, lejos de reducir la tensión, contribuyó a escalarla. Un presidente del Senado no puede actuar como un militante más, pues su papel exige neutralidad y autoridad moral para conducir los debates. Al fallar en ese cometido, abonó al clima que terminó en violencia.
Ambos personajes, desde trincheras distintas, fracasaron en estar a la altura de la investidura que representan. Uno por perder el control y recurrir a la violencia física; el otro por no ejercer el cargo con la prudencia y la imparcialidad que se le demandan. Pero el mayor agravio no fue a sus figuras personales, sino al propio recinto legislativo. Lo que quedó transgredido fue un espacio que simboliza el diálogo, la democracia y la construcción institucional. En ese sentido, una disculpa pública no sería un gesto menor, sino un acto necesario de reconocimiento hacia la ciudadanía y hacia la Nación. Un acto que repare, al menos en parte, el bochorno de haber convertido al Congreso mexicano en un espectáculo exhibido al mundo como un lugar donde los representantes se comportan como “peleoneros de cantina” y no como legisladores.
A esta falla individual se le suma una ausencia de conducción política: la inexistencia de un verdadero coordinador capaz de dialogar con todas las fuerzas politicas representadas en el Congreso. Ese papel tendría que recaer en Adán Augusto; sin embargo, su falta de liderazgo ha dejado un vacío que se traduce en enfrentamientos constantes y en la imposibilidad de construir acuerdos. La política, en su esencia, es el arte de dialogar y pactar, no la escenificación de rupturas ni la imposición de mayorías a gritos.
No obstante, tampoco puede olvidarse que la oposición ha contribuido de manera sistemática a este deterioro. Una oposición moribunda, alejada de una crítica seria y constructiva, ha privilegiado la provocación, la descalificación personal y los golpes mediáticos sobre la elaboración de propuestas sólidas. En lugar de ser un contrapeso responsable, ha encontrado en el escándalo y en la confrontación estéril su principal estrategia, debilitando aún más la credibilidad de su discurso político.
El Senado no les pertenece a los políticos que lo habitan, sino al pueblo de México. Su transgresión es un insulto no solo para la democracia interna, sino también para la imagen del país en el exterior. Que el mundo vea a senadores mexicanos empujándose y gritándose en lugar de deliberar es una vergüenza que mina la credibilidad de todo el Congreso.
En el fondo, lo que hace falta es madurez en el debate político. México no necesita más políticos dominados por sus impulsos ni partidos que basen su fuerza en el escándalo, sino representantes capaces de razonar con serenidad y asumir su responsabilidad histórica. Porque, al final, el hombre que se deja llevar por sus emociones está destinado al fracaso, y cuando se trata de la política, ese fracaso lo termina pagando toda la Nación.