Cómo defenderse de un agresor sexual

Carmen González,
Directora Editorial de Grupo Imagenzac.
Carmen González, Directora Editorial de Grupo Imagenzac.

La primera vez que un hombre me agredió en la calle tenía 14 años. Iba en el primer semestre de la carrera de Auxiliar Contable en el Cbitis No. 1 de Fresnillo. No vestía provocativamente, por el contrario, llevaba un pantalón a cuadros blancos y negros bastante holgado y una chamarra rosa también muy amplia … Leer más

La primera vez que un hombre me agredió en la calle tenía 14 años. Iba en el primer semestre de la carrera de Auxiliar Contable en el Cbitis No. 1 de Fresnillo. No vestía provocativamente, por el contrario, llevaba un pantalón a cuadros blancos y negros bastante holgado y una chamarra rosa también muy amplia acorde a la moda de los 90s. Tampoco andaba a deshoras, eran casi las 7:00 de la mañana y caminaba apresuradamente porque ya iba tarde a clases. De repente sentí una nalgada y un apretón. Luego vi cómo se iba corriendo el hombre que me atacó. Me quedé inmóvil, no sabía si llegar a la escuela o regresarme a la casa. No pude contener las lágrimas, pero tampoco lograba dar un paso.

Desgraciadamente no fue la única ocasión. En México, los pervertidos atacan a las mujeres a todas horas, así como en todos los espacios públicos y privados en los que tienen oportunidad.

Los primeros consejos de prevención y defensa los recibí a la edad de 18 años. Estudié en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de Torreón, Coahuila y como iba de otro estado de la República, comencé a vivir en una casa de asistencia para jóvenes católicas.

Debido a que las facultades de la universidad quedaban relativamente cerca, era común que las estudiantes camináramos a la escuela, por eso la encargada de la casa nos reunión a todas las nuevas en la sala y nos dijo que debíamos organizarnos en grupos para ir a clases de acuerdo con nuestros horarios. También recuerdo que las señoras ricas que mantenían la casa de asistencia nos dieron pláticas y nos dijeron que debíamos rezar a diario para que no nos pasara nada malo.

Por desgracia, lo único seguro es que efectivamente nos pasaría algo malo, por eso cuando nos retirábamos a las habitaciones las estudiantes de grados más avanzados intentaban darnos consejos más realistas. Por ejemplo, una compañera del Tec Regional nos enseñó a usar el compás que usábamos para matemáticas y que siempre llevábamos en una de las manos cuando caminábamos por las calles. Otra estudiante de Medicina nos dijo que si nos topábamos con un exhibicionista, como fue su caso, no sintiéramos miedo y por el contrario nos burláramos de “sus miserias”. Sí, también me provoca risa ahora, pero éramos tan inocentes que pensábamos que eso funcionaría.

Así fue como aprendí a perder el miedo y así llegué a la primera vez que me defendí. Si bien a la hora de entrada a clases íbamos en grupo, a la salida era otra cosa, pues todas teníamos horarios diferentes, por lo que en una ocasión que iba a la casa un tipo intentó tocarme, pero al esquivarlo apenas si alcanzó a rozarme la falda. Solo recuerdo que lo pesqué de la chamarra y le grité ¡animal! Él intentó safarse y pude ver su rostro con una expresión de desesperación. No lo solté, así que como pudo se quitó la chamarra y se fue corriendo. Igual lloré, pues no supe de dónde saqué el valor y me asustaba pensar que él se hubiera defendido o como luego me dijeron mis compañeras: “qué tal si te hubiera dado un mal golpe”.

Ya como periodista me tocó trabajar con un jefe con fama de acosador sexual. Tristemente lo confirmé al año de colaborar con él. Pese a su avanzada edad, recuerdo que siempre encontraba pretextos para tratar de abrazar a las mujeres, de quienes le obsesionaba particularmente el busto, por lo que era común que intentara por lo menos rozarnos con el brazo, según él de forma accidental.

La situación se tornó tan incómoda y desagradable que un día al leer un artículo en un periódico de circulación nacional, precisamente sobre acoso sexual en el trabajo, copié la ilustración en la que se veía a un jefe colocando sus manos en los hombros de una aterrorizada empleada. Puse la imagen en medio de un círculo rojo y le atravesé una línea. El título de mi obra de arte fue: “No al acoso sexual” y lo pegué en la puerta de la oficina. Sorprendentemente mi agresor dejó de molestarme en un 70% de la noche a la mañana. El 30% restante lo conseguí al complementar mi letrero con una lista que decía: “Características de un acosador sexual”, con las que lo retraté de pies a cabeza. No fue necesario decir su nombre, pero todos supieron de quién se trataba.




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