

Agradecer implica poner los ojos en lo que se nos ha dado o facilitado.
“Donde está tu tesoro, allí está tu corazón”, dice una sentencia atribuida a Jesús de Nazaret. Otra frase dice que uno termina convirtiéndose en aquello por lo que cotidianamente lucha. En tal sentido, algo en lo que creo desde hace años es que somos lo que hacemos, no lo que creemos que somos y menos lo que decimos que somos.
Esa creencia constituye uno de los motivos por los que apuesto por la gratitud. Agradecer implica poner los ojos en lo que se nos ha dado o facilitado; implica centrar el corazón en ello y en quien ayuda a generar lo favorable. Nacemos solos, sí, mas somos criados en comunidad. Nuestro crecimiento no puede mantenerse de modo aislado. Lo que no se comparte se pudre. Lo que no se entrega no rinde fruto.
Retomo la cita cliché de Ortega y Gasset: “Yo soy yo y mis circunstancias”. Soy sucesión de causas y decisiones. Soy lo que me han dado, enseñado, forjado. Soy el modo en que he reaccionado y procesado ante cada triunfo, derrota, aprendizaje. Soy lo que he permitido en mi vida, a lo que me he resistido y a lo que no. Como valoro tantos dones, me veo obligado a conservarlos.
Es curioso cómo perdemos ―sin querer o no― los significados originales de esas palabras que utilizamos cotidianamente. Cuando decimos “gracias” estamos reconociendo esas gracias, esos favores que se nos hacen. Son gracias, dones, mercedes. Los nombramos porque los reconocemos frente a nuestros auxiliadores; reconsideramos esos regalos como algo que se nos otorga para apoyarnos.
Como en la “historia base” del mito del héroe —más que estudiado por el antropólogo estadunidense Joseph Campbell—, llega un momento en que, para el cumplimiento de nuestra misión, se nos es obsequiado algo que en efecto nos ayuda a recorrer mejor nuestro camino. Cuando llega un momento o dos: esto porque, tras cada muerte y resurrección del héroe que hay en nosotros, podemos regresar con lo que el propio investigador llama “elíxir del conocimiento”.
Esto me lleva a plantear que toda gracia tiene un propósito: ayudarnos a superar los obstáculos y mejorar nuestra calidad de lucha. No importa mucho el destino, sino más bien en quién nos convertimos para llegar a él. Importa más el trayecto que el final de él.
He aprendido todo esto, por ejemplo, del singular Alonso Quijano, el mejor personaje de la novela escrita en español, que en un lugar de La Mancha se convirtió en tal desfacedor de entuertos que hasta los bachilleres ambicionaban el honor de pelear contra él y por eso se disfrazaban. Imaginemos nomás: los cuerdos, incluso los que tenían más estudios académicos, se obligaban a fingir demencia sólo para estar junto al loco, el aparentemente desprovisto de razón.
Apuesto por la gratitud. Agradezco, y al hacerlo reconozco también que nada puedo hacer solo. Nací en comunidad, en ella me desenvuelvo no tanto por mis méritos como por la ayuda de otros.
Agradezco y, al hacerlo, valoro. Digo “gracias” como una forma de bendecir ―decir bien― a las favorables circunstancias, a otras personas, pero también a mí. Agradezco y sé que al hacerlo me dispongo a recibir más y me comprometo a más dar.
Bendita, difundida siempre sea la gratitud.