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Huberto Meléndez Martínez

Aprender de un desacierto

Aprender de un desacierto

Humberto Mélendez Martínez.

Quedó un sonido hueco e intenso fracciones de segundo después de un gran estruendo y una luz como de relámpago, enceguecedora que iluminó la amplia estancia de la cocina de la abuela. Una fuerza invisible aventó su brazo y mano derecha que se apoyaron en el piso de tierra, donde su humanidad quedó sentada. La … Leer más

Quedó un sonido hueco e intenso fracciones de segundo después de un gran estruendo y una luz como de relámpago, enceguecedora que iluminó la amplia estancia de la cocina de la abuela. Una fuerza invisible aventó su brazo y mano derecha que se apoyaron en el piso de tierra, donde su humanidad quedó sentada.

La sorpresa mostrada en los ojos desorbitados de la concurrencia hizo que miraran hacia el lugar del estallido, simultáneo al grito repentino de las tías que servían la cena.

La mamá se sobrepuso de inmediato corriendo a recoger al niño, para abrazarlo en actitud protectora y fue cuando vio que su diestra estaba ennegrecida por la pólvora y casi desprendida la uña del dedo de donde fluía sangre.

El pequeño sintió el latido de su corazón en el índice y se extendió por la extremidad, en la que fue apareciendo un dolor intenso. Sus lágrimas brotaron con rapidez. No por el impacto, sino por la impotencia de ver las caras de las personas que gesticulaban palabras y él nada escuchaba, sólo un sonido muy fuerte en sus oídos.

Las pulsaciones parecían reventar su dedo y la mano; la dolencia se fue agudizando. Su madre limpió con un pañuelo y puso otro a manera de vendaje. Suministró una pastilla con un poco de canela caliente. Le ofreció cena y entonces cayó en conciencia sobre la utilidad de su mano, porque tuvo gran dificultad para tomar los alimentos. Entristeció al recordar que tendría problema para escribir.

Los “polvoreros” se habían instalado en una bodega donde elaboraron los castillos, pequeños artefactos de luces de bengala y otros, mismos que se colocarían en el patio de un costado de la capilla del rancho y serían encendidos a manera de colofón de las festividades religiosas del 19 de marzo.

Los primos Torres concurrían al local de los artesanos a conversar con ellos sobre la elaboración de los fuegos artificiales y, discretamente tomaban pequeños trozos de cañuela, los cuales llevaban a un callejón, los colocaban sobre una piedra laja alineando las puntas, prendían un cerillo y las mechas daban un gracioso salto por la acción del encendido de la pólvora contenida dentro del diminuto trozo de papel.

El niño actuó por imitación, pero fue descubierto tres veces, así que perseveró y con un movimiento rápido, se metió a la bolsa uno grande, amarrado con cáñamo.

Casi al oscurecer fue a la cocina y, con una cuchara grande con la que removían el rescoldo de la chimenea, extrajo una brasa candente, la puso en el banquito del marco de la puerta. En un parpadeo vio el flamazo luminoso, estallido enorme del cohete en sus manos.

Contrario a lo que podría esperarse de haberse gestado trauma o miedo a los explosivos y como la ocupación de su padre en la minería lo siguió familiarizando con la dinamita, en aquella experiencia aprendió a guardarle respeto.

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