Emergencia rural

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado a Julián Laredo Meléndez (+), un primo entrañable “¡Córranle para lo quemado!, ¡Corran para acá!” Eran los gritos alarmados de uno de los voluntarios que acudieron aquella ocasión para apagar el fuego del monte, a sus compañeros brigadistas que se encontraban en un área de riesgo inminente. En la madrugada alguien dio la voz … Leer más

Dedicado a Julián Laredo Meléndez (+), un primo entrañable

“¡Córranle para lo quemado!, ¡Corran para acá!” Eran los gritos alarmados de uno de los voluntarios que acudieron aquella ocasión para apagar el fuego del monte, a sus compañeros brigadistas que se encontraban en un área de riesgo inminente.

En la madrugada alguien dio la voz de alerta y el Presidente del Comisariado Ejidal mandó a sus hijos a despertar a los vecinos y éstos a otros más, los hombres de quince años o más, se concentraron frente a la Capilla del rancho.

Portaban herramientas ordinarias de trabajo: picos, azadones, palas, hachas, machetes y alguna pequeña provisión de agua. A kilómetros de distancia se observaban altas llamaradas detrás del “Cerro del Calandrio” rompiendo la negrura de aquella noche sin luna.

Para no poner en riesgo sus animales de monta, todos fueron a pie. Cuando llegaron al sitio abrieron una brecha contra incendios, eliminando el matorral mediante una franja que consideraron suficientemente amplia, para evitar la propagación del fuego, con una amplitud que les indicaba la experiencia de eventos anteriores, conforme al sentido y velocidad del viento.

Una parte del grupo fue a hacer frente a la orilla de las llamas y, provistos de ramas verdes de los árboles del entorno, hizo los esfuerzos necesarios para apagar la lumbre.

Hubo partes demasiado difíciles porque el calor era intenso. El humo les envolvía por momentos asfixiantes, sin más protección que el sombrero, un paliacate cubriendo boca y nariz, eventualmente lo humedecían con un poco de agua. Eran tantas las limitaciones materiales que ninguno portaba guantes en las manos, algunos calzaban huaraches de “tres agujeros”, protegiendo solamente las plantas de los pies.

En la hora de mayor oscuridad, poco antes de la aurora, sus esfuerzos parecieron flaquear, aunado al agotamiento físico, lo prolongado de la jornada y la falta de refuerzos, pero al clarear el día pudieron tener mayor facilidad de movimiento y empezaron a ver resultados alentadores.

Aquella quemazón llegó hasta el filo del cerro porque un viento encontrado apareció como bendición deteniendo el avance.

Exhaustos esperaban la llegada del almuerzo. Atrás quedaron decenas de hectáreas desoladas. A lo lejos, indiscretas columnas de humo eran evidencia de la catástrofe.

Con el alimento y agua fresca llegó también el ánimo y optimismo, con semblante de carboneros repasaba las anécdotas: “yo nunca había visto que una llamarada brincara varios metros de un pino a otro”, decía sorprendido Julián, uno de los muchachos que incursionaba por primera vez en una hazaña de esta naturaleza.

Como nunca falta alguien más precavido, los viejos mayores desanduvieron algunos pasos presintiendo la necesidad de apagar “los mezotes” humeantes.

Sorprendidos vieron cómo del filo del cerro se desprendió el copete incandescente de un largo sotol, rodando rumbo al grupo de comensales.

A eso se debían lo gritos de “¡córranle… !”. Allá podrían estar a salvo.

En situaciones de emergencia, sólo el trabajo desinteresado y voluntario puede ser garantía de éxito.




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