Convicción por cumplir

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado al maestro Cándido Vázquez Cortez, por su generosidad profesional. El dilema era esperar o emprender el camino. Estuvo ahí una larga media hora. Titubeante, sentado en el pretil de la alcantarilla de aquella solitaria e ingrata terracería; meditaba, quizá con arrepentimiento, que debía haber salido más temprano de la comunidad. Pero ello implicaba faltar … Leer más

Dedicado al maestro Cándido Vázquez Cortez, por su generosidad profesional.

El dilema era esperar o emprender el camino. Estuvo ahí una larga media hora. Titubeante, sentado en el pretil de la alcantarilla de aquella solitaria e ingrata terracería; meditaba, quizá con arrepentimiento, que debía haber salido más temprano de la comunidad.

Pero ello implicaba faltar a dar clases ese jueves, lo cual sumaría dos días de inactividad. Percibía el rezago académico por su inexperiencia y de bases sólidas en sus pupilos. Definitivamente había sido una buena decisión quedarse hasta terminar las clases de aquella jornada, se convencía.

Esperanzado en que algún ride le alcanzara, salió de la escuela con un cambio de ropa en la mochila y documentos que debía entregar en la capital, a primera hora del día siguiente. Queriendo ahorrar tiempo partió sin comer. Infructuosamente se privó de ese alimento, pues iba pardeando la tarde (caía el sol de junio, lo advirtió por el molesto sol ensañado con la base derecha de su nuca), cuando llegó al crucero donde supuestamente había más tráfico, mayores posibilidades de traslado.

Volteaba a su izquierda alargando la vista hacia el punto más lejano de la recta del camino, como implorando ver la polvareda, anunciando la proximidad de un vehículo que le llevara a la estación del ferrocarril. Varias veces se puso de pie y entrecerró los ojos pretendiendo mejor visibilidad, pero era fácil confundirse con el polvo que levantaba algún imprudente remolino.

Al oscurecer emprendió la caminata en dirección a su destino. Calculó que de no favorecerle un aventón por cualquier viajero despistado, llegaría a pie a Rancho Viejo. A buen paso necesitaría poco más de tres horas y a lo mejor ahí pagaría un flete, para llegar a tiempo a tomar el tren.

Solamente faltaba que la Divina Providencia o su buena suerte le ayudaran a encontrar quién lo llevara.

No había luna, pero ninguna noche es tan oscura que impida ver la raya clara que describe aquel camino, entre el matorral del entorno. Se sintió animado al ver a lo lejos las luces de la comunidad, aproximándose paso a paso.

Entre reflexiones y el conteo del posterío lateral de la red eléctrica, disimuló el miedo percibido por sus sentidos, evitando magnificar los diversos ruidos que se desprendían del monte.

Arribó después de las once de la noche y afortunadamente encontró pronto a don Armando Jaramillo, el de la tienda de la pasada. Compró un refresco, un pan e hizo trato. El señor, generosamente cerró su establecimiento, encendió el motor de su camioneta y a la velocidad que permitió ese camino en forma de lavadero, logró llegar justo cuando se escuchó el silbido del tren. Aquella máquina siempre presumió puntualidad: 0:30 horas. Minutos después, infructuosamente buscó agua para asearse, en los abandonados sanitarios. Cansado fue a reposar en el rígido asiento del vagón.

Sólo quienes tienen la convicción de cumplir, saben dimensionar la obligación, conocen el sabor que produce el deber cumplido.

*Director de Educación Básica Federalizada




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