Conmoción infantil

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado al hermano Pancho, por sus enseñanzas cruciales. Llegó a fastidiarle la insistencia de su hermano, quien se había levantado temprano. Movía y jalaba las cobijas para despertarlo. No podía abrir los ojos, dada la intensa claridad que entraba por la ventana; el sol lastimaba y aún estaba tras la barda de caliche en la … Leer más

Dedicado al hermano Pancho, por sus enseñanzas cruciales.

Llegó a fastidiarle la insistencia de su hermano, quien se había levantado temprano. Movía y jalaba las cobijas para despertarlo. No podía abrir los ojos, dada la intensa claridad que entraba por la ventana; el sol lastimaba y aún estaba tras la barda de caliche en la casa de enfrente.

“Levántate, levántate, anda, vamos a casa de mamá Petra, para que veas lo que hay ahí”, decía Francisco, mientras sacudía en vaivén apresurándole.

Al enderezarse y sentarse a la orilla de la cama, sintió el suelo helado en las plantas de los pies; buscó sus zapatos y al calzarlos sintió más frío aún. Tomó de la cabecera un saco de franela y salieron corriendo a la casa de la abuela.

“¿A dónde vamos?” inquiría el menor, sintiendo el jaloneo del brazo para hacerle andar rápido por la banqueta empedrada de la vivienda.

Llegaron a la puerta de una habitación grande. Había escuchado a los mayores decir que era la sala. Altas paredes bien encaladas sostenían largos polines de madera y sobre éstos, las acanaladas láminas a medio pintar. El piso era de pizarra (losetas con una tonalidad azul, transportadas en una carreta desde un arroyo, kilómetros arriba del rancho), pulida por las tías y en esa ocasión habían quitado muebles del entorno. Sólo había sillas alrededor y una cama al centro, enmarcada con veladoras encendidas, encima una mujer esbelta y larga.

“Es mamá grande”, declaró el hermano. “Dice mi tía que se murió anoche”. El murmullo de unas cinco personas que estaban adentro le hizo generar miedo. Rezaban con el rebozo encima, de cara viendo al piso, tristes, taciturnas, acongojadas.

Pero no era la bisabuela, no. Aquella viejita cariñosa, gruesa y encorvada de caminar pausado apoyada en un bastón, quien a veces les daba pedacitos de piloncillo, sacándolos de un delantal mágico, que tenía bolsas en ambos costados. Mágico porque extraía de ahí muchas cosas: hilos, agujas, tijeras, botones de varios tamaños y colores, anteojos, retazos de tela para remendar, cuentas esféricas (con las que al primer descuido ellos tomaban para utilizarlas como canicas) y hasta el repuesto de una mecha para la lámpara de petróleo que iluminaba la estancia por las noches.

No. Aquella ancianita no podía ser. Ordinariamente se sentaba en un banco pequeño junto a la puerta principal de la gran cocina, limpiando los frijoles uno a uno y los nietos “ayudaban” separando los de color negro para guardarlos en una lata de lámina.

Era la primera vez que escuchaba la palabra “muerte” y, asociada a aquella escena del centro de la habitación, resultaba impactante.

Todo aquello está en recuerdos vagos, borrosos, en bruma, poco nítido, como en las películas antiguas en blanco y negro.

Aprendió que las personas, cuando mueren crecen repentinamente, de un día para otro.

En la vida de las personas, situaciones impresionantes se presentan inesperadamente y no siempre hay la preparación para afrontarlas.




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