
Jaime Santoyo Castro.
Lamentablemente, pareciera que es el lema bajo el cual transitan muchos vehículos pesados en la carretera Zacatecas – Aguascalientes.
No cabe duda de que la sabiduría popular condensa en refranes la experiencia de la vida. Algunos orientan hacia la prudencia, la solidaridad o la paciencia. Otros, como aquel que dice “Voy derecho y no me quito”, reflejan la obstinación, el desdén por el otro y la peligrosa soberbia de quien no está dispuesto a ceder ni a respetar. Lamentablemente, pareciera que este último es el lema bajo el cual transitan muchos vehículos pesados en la carretera Zacatecas – Aguascalientes, donde el afán de rebasar a toda costa se ha vuelto costumbre mortal.
Quien viaja por ese tramo carretero conoce la escena: tráileres y camiones que, sin importar la línea amarilla continua, invaden el carril contrario, adelantando a convoyes de vehículos como si se tratara de un circuito privado. Lo hacen sin medir distancias, sin importar si de frente se aproxima un automóvil familiar, un autobús de pasajeros o un motociclista indefenso. La carretera se ha convertido en un tablero de apuestas fatales, donde el cálculo errado cuesta vidas. No en vano se le ha bautizado con un mote escalofriante: “La Carretera de la Muerte”.
Los accidentes son frecuentes y devastadores. Cada colisión deja tras de sí una estela de dolor: familias destrozadas, lesionados de por vida y pérdidas materiales incuantificables. La imprudencia de unos pocos transportistas, sumada a la indiferencia de las autoridades, multiplica el riesgo para todos. No se trata únicamente de estadísticas de tránsito; hablamos de personas que salen de casa rumbo al trabajo, de negocios, o a visitar a sus seres queridos, y que no regresan por culpa de la temeridad ajena.
Frente a este panorama, cabe preguntarse: ¿dónde está la autoridad? Las leyes establecen con claridad los límites de velocidad, las obligaciones de los conductores y las sanciones por infracciones. Sin embargo, la realidad en el tramo Zacatecas – Aguascalientes revela una ausencia preocupante de vigilancia. La policía de caminos brilla por su intermitencia, los retenes son anecdóticos y los señalamientos apenas se notan o han quedado relegados al olvido. Es decir, la norma está escrita, pero su cumplimiento es letra muerta.
La solución no es simple, pero tampoco imposible. Lo primero es visibilizar el problema. No basta con la resignación ciudadana de decir “así es esa carretera y vámonos por otro lado”. El Estado tiene la obligación de garantizar la seguridad vial como parte de los derechos básicos de movilidad y de tránsito seguro. Esto implica presencia permanente de patrullas, operativos aleatorios de alcoholimetría y fatiga en conductores de transporte pesado, y sobre todo la aplicación estricta de multas que, más allá de castigar, inhiban la reincidencia.
Un segundo paso es la infraestructura. Esa carretera es uno de los corredores logísticos más importantes del país, pues conecta el centro-norte con el Bajío y es paso obligado de mercancías. Pero su diseño actual es insuficiente: carril y medio por sentido resulta insostenible para el volumen de vehículos pesados que la recorren diariamente. La ampliación a cuatro carriles ya no es un lujo ni una promesa política de ocasión, sino una necesidad urgente de seguridad y de competitividad económica. Y sí, quizá los recursos obtenidos de las sanciones aplicadas a los infractores podrían destinarse a financiar parte de esa obra.
En tercer lugar, se requiere una campaña de concientización dirigida tanto a transportistas como a automovilistas particulares. Conducir no es un acto individual, sino una interacción permanente con los demás. Invadir carriles, exceder los límites de velocidad o conducir bajo fatiga no son “mañas” del oficio, sino delitos en potencia. Del mismo modo, los particulares deben comprender que la carretera no es pista de carreras ni escaparate de audacias juveniles. La cultura vial se construye con educación, pero también con el ejemplo y la sanción.
Lo que no puede seguir ocurriendo es la impunidad. Cada accidente mortal en esa carretera es también un fracaso del Estado en su deber de proteger. No hay justificación para permitir que los transportistas imprudentes conviertan un camino público en una ruleta rusa. Los ciudadanos pagan impuestos, pagan peajes, cumplen con verificaciones y licencias; lo mínimo que deben recibir a cambio es la certeza de que el trayecto a su destino no será un salto al vacío.
Decir “Voy derecho y no me quito” podría sonar a valentía en boca de quien defiende sus convicciones. Pero en una carretera, ese lema se traduce en homicidio potencial. Los refranes populares, como los caminos, deben ser transitados con sensatez. Urge que las autoridades locales, estatales y federales se coordinen para poner un alto a esa triste realidad, porque cada día que pasa sin acciones firmes, esa carretera seguirá sumando nombres a la lista de víctimas, y cada volante tomado con soberbia seguirá cobrando facturas de sangre.