Tanta muerte viva

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

Mi madre nació y vivió su infancia en Corral de Piedra: rancho que abre paso a la Sierra de Morones, entre los pueblos zacatecanos Jalpa y Tlaltenango. Cuando murió su abuelo, la casa dejó de ser la casa: enfermó la abuela viuda, mantenían cabeza baja los papás, lloraban los chiquillos. Como sonámbulas, mis tías y … Leer más

Mi madre nació y vivió su infancia en Corral de Piedra: rancho que abre paso a la Sierra de Morones, entre los pueblos zacatecanos Jalpa y Tlaltenango. Cuando murió su abuelo, la casa dejó de ser la casa: enfermó la abuela viuda, mantenían cabeza baja los papás, lloraban los chiquillos. Como sonámbulas, mis tías y mamá eran niñas que entraban y salían de los cuartos.

A María Auxilio, mi tía de ocho años, tocó lo difícil: dormir junto al petate de su abuela enferma. Ella no quería hacerlo, pero en esa época las órdenes no se discutían. En una de esas noches, frente a la viuda dormida, el finado se apareció.

Antes de morir, el abuelo había prometido a la Virgen del Refugio cuatro veladoras nuevas si la santa patrona del rancho lo liberaba rápidamente de todos sus dolores. No como se esperaba, pero la Virgen terminó por cumplirle. Por eso -dice mi madre- su hermana había visto en las últimas noches a un bulto del que salía la voz de su abuelito, “voz de cántaro, que parecía venir de muy lejos”. El cuerpo estaba envuelto en una sábana blanca: mi bisabuelo ordenaba a su nieta que pagara la manda de las veladoras, que las llevara a la capilla, que allí todos rezaran por su alma que no podía descansar.

En el lapso en que Ramón Martínez intentaba creer la historia de su hija María, ésta no pudo hablar ni dormir. En esos días anduvo con los ojos muy abiertos, el rostro tembloroso, preguntándose por qué precisamente a ella tuvo que aparecerse el difunto.

Días después, la familia llegó con cuatro veladoras a la capillita. Rezaron un rosario, besaron la imagen de la Virgen del Refugio. Aparición o no, tras esa tarde de manda cumplida, María pudo decir “Gracias” y dormir de nuevo, como si acabara de recobrar la vida.

El chiquillo que era yo y que escuchaba a mi madre comprendía que María era una niña que por días vivió muerta en la vida que apenas le crecía. Años después topé con las páginas de Al filo del agua, de Yáñez, y reconocí en ellas ese ambiente de tanta muerte viva.




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