Ejercer el mando

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

Vaya mediocridad tozuda con que ahora muchos funcionarios de alto y medio pelo buscan lucirse montando en su tortuga, la autoestima deteriorada que ahora sí quiere darse gusto.

Aunque la realidad actual nos muestra que cualquiera puede tener el mando, no cualquiera sabe tenerlo. Posibilidad y sapiencia provienen de verbos que en la práctica revisten consecuencias bastante opuestas. Los romanos lo dejaron dicho con claridad: No puede mandar quien no sabe obedecer; quien no sabe tener imperio sobre sí, para empezar. Platón y Aristóteles lo declararon antes que los aguerridos habitantes del Lacio.

Vaya mediocridad tozuda con que ahora muchos funcionarios de alto y medio pelo (gubernamentales, académicos, de empresa e incluso de asociaciones civiles o religiosas) buscan lucirse montando en su tortuga, la autoestima deteriorada que ahora sí quiere darse gusto. Pueden leer absurdas cartillas, exigir lealtades, poner murallas, disfrazar afanes, establecer su coto, exprimir ubres.

Los armadillos torpes creen que acelerarán el ritmo en su carrera de puntapiés acompañados de puñaladas traperas y llegarán al pináculo con lo poco que creyeron aprender de las películas sobre los Corleone (Keep your friends close, but your enemies closer) y cualquier libro sobre leyes del poder. Creen eso de que la mejor defensa es el ataque, por eso le entran al asunto de la chingadera: chingan un día sí y al otro también joden. “Primero mis dientes, después mis parientes. Yo puedo presumir que afortunadamente no tengo amigos. Otros roban más que yo. El poder es para imponerlo, para sacar provecho”.

Luego viene el arcoíris pleno de mochadas y contramochadas, el gran tianguis de “paros” convenencieros, la memoriosa acumulación de favores, los que me debes, los que te debo, no quiero quemar mi cartucho todavía, los que me has de pagar cuando lleguen las campañas o quieran chingarme, me vas a pasar el diez por ciento, el quince en esta movida porque no a cualquiera se la asignan.

Qué decir de las pobremente gloriosas máximas cliché: “Antes de que me empujen al vacío, me lanzo para no darles el gusto”, “Si llegan a fregarme te llevaré entre las patas”, “Ni te imaginas en qué niveles ando”.

Ejercer el mando va más allá del discurso dominguero, confeccionado con agujas especializadas y ya no cotidianos alfileres del cuarto de guerra. Trasciende el rollo triunfalista o ahora, moda de modas, el motivacional, al estilo de las más cursis películas gringas donde hay música de fondo y la exhortación tan facilona como dramática a tener el mejor día con que inicia el resto de tu vida.

Ejercer el mando es, por encima de todo, lo que necesita la gran comunidad en la que vivo. ¿En qué beneficia a las familias de mi entorno que un político dé en la madre a otro? Enroques, enfoques, embrollos, escollos, repollos, cabellos, macabeos acuartelados para hacer barbacoa del otro en cuanto se deje.

Ojalá que los burócratas realmente conformaran el equipo que se dice que conforman. Ojalá que los empresarios emprendieran más y mejor. Ojalá que los estudiantes dejaran de simplemente estudiar para también empezar a analizar y transformar positivamente.

Ojalá que los profesores realmente nos comprometiéramos a prepararnos mejor, de verdad, en vez de roer del modo más mediocre el pobre hueso. Ojalá que los papás realmente contribuyéramos a la seguridad pública mediante la educación a nuestros hijos. Ojalá que nuestras plumas realmente movieran a la reflexión y la acción. Ojalá que todos supiéramos, de veras, ejercer el mando.

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