¿Docentes con vocación de servicio?

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

Como muchos de quienes me leen, fui alumno de algunos docentes con laxa vocación de servicio.

Sería ingenuo negar que existen profesores más abrumados por su situación laboral, económica o personal, que por una firme vocación de servicio, rara avis en estos tiempos posmodernos.

La deuda de la tarjeta de crédito, la más reciente bronca en la que se metió un hijo, la dinámica sindical, la grilla por tumbar a la directora, la impostergable ampliación de la casa… cualquier preocupación puede ser más importante para el docente, si así lo permite él, que el genuino esfuerzo por impartir a nuestros hijos una mejor clase o una mejor formación.

Agréguese a cualquiera de estos casos, como ilustra la canción más emblemática del grupo Pink Floyd, que estos trabajadores de la educación pueden volcar en los alumnos, dentro del aula, la frustración que ellos traen de la calle, de la casa, incluso de la cama.

Como muchos de quienes me leen, fui alumno de algunos docentes con laxa vocación de servicio: la más memorable fue aquella profesora en primaria pública cuya arma cotidiana ―no es metáfora, por desgracia― era un blanco cable de conexión telefónica que ella trajo de su casa y dobló en cuatro para estrellarlo contra nuestras espaldas, nuestros brazos, nuestros débiles costados de niños y de niñas de ocho años.

La señora, esposa abandonada con un par de niños de tres y cuatro años, se plantaba como una Indiana Jones en su gruta privada, llena de indios e indias a quienes nos vapuleaba a placer o quizá a desahogo. Solía gritarnos “burros, jumentos” y nos decía que por ignorantes que éramos estábamos condenados a trabajar de por vida como cargadores de leña. “No van a llegar a nada en la vida”, enfatizaba.

Hay todavía en nuestras escuelas algunos profesores infames, castrantes e hipócritas. Los hay sádicos y petulantes, jueces perfectos y lujuriosos reprimidos, expertos en grilla y evasores del trabajo. Nadie es perfecto, claro, pero uno espera en los ámbitos formadores a personas más comprometidas que el promedio, que consideren más la vocación que el escalafón.

No pido profesores castos, abnegados o místicos. No soy quién, no tengo la autoridad moral. Pero no por ello dejo de preocuparme no por mí, sino por mis hijos y los hijos de mis contemporáneos. ¿No será también que los docentes de hoy somos reflejo de nuestra sociedad descafeinada y los intereses que ella persigue, los que nosotros en ella, aun sin querer, perseguimos?

Como ven, como vemos, la tarea es mucha.

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