Le traemos la leyenda del árbol del amor

Este árbol se convirtió en un símbolo de eternidad, y se decía que todas las parejas que se abrazaran bajo su sombra acabarían bendecidas con el don de quedar unidos de por vida

En nuestro estado hay muchas historias por conocer y que nos llevan a los sitios más pintorescos de la ciudad, algunos de los cuales lucen casi idénticos a ese pasado colonial.

Una de las historias menos conocidas de Zacatecas nos lleva a un lugar muy concurrido en la Plazuela Miguel Auza, justo en sus jardineras en donde podemos ver algunos árboles tapando el sol a los comensales que visitan los restoranes que ocupan la zona, pero no siempre fue así, hace siglos, en este lugar estuvo un árbol que fue el centro de una historia de amor.

Para esta historia hay que remontarnos al lejano año de 1860, este árbol en ese entonces no sobresalía, era tan solo un pequeño arbusto en la jardinera de una propiedad acaudalada. Una jardinera que cuidaba una joven hermosa jovial llamada Oralia.

En ese entonces, la plazuela era un espacio al que solían llegar a establecerse vendedores de todo tipo, feligreses que iban ahí luego de salir de la misa en lo que ahora es el ex templo de San Agustín y sobre todo los aguadores, entre ellos, uno muy joven llamado Juan. Él era tan humilde como lo pudieran ser el resto de sus colegas, quienes ponían su físico a prueba cada día cargando agua en sus mulas, con tal de ganar unas cuantas monedas para vivir a duras penas.

Así pasaba sus jornadas bajo el sol abrazador y a paso lento trasladando cántaros llenos de agua sacadas de los ríos y presas para entregarle el líquido vital a la ciudad.

Juan, más allá de su trabajo noble y honesto tenía el sueño de tener una familia a lado de su enamorada, la joven mujer que miraba a diario atendiendo su jardín en la Plazuela Miguel Auza. Conforme pasaban los días Juan hizo lo propio para acercarse a Oralia, frecuentándola sin falta a las mismas horas, cuando hacía una pausa a sus labores de aguador.

La mansión de Oralia era un espacio lleno de sirvientes y bellas decoraciones en las que sobresalía esa moza como la señora de ese espacio. En los breves minutos cuando no estaban  los padres de Oralia, él aprovechaba el instante para ir a hablarle, ansiando el momento en que ella llegaba a contarle sobre los libros que leía o mejor aún llegaba a verla practicar el piano.

Por unos momentos, Juan se desentendía de su trabajo, admirado de todo lo que ella le daba en esos instantes, aunque no podía evitar sentirse desanimado cuando reponía en que él no podía regresarle esas cosas que ella le daba. En todo caso podía silbarle una melodía, hablarle de los paisajes que a diario miraba, y que decirle de sus deudas, o los días de hambre que debía pasar con tal de poder ahorrar las monedas que se ganaba con pesar, golpes de calor y desvelos.

Sabía que no tenía mucho que darle a Oralia y que si alguna posibilidad tenía de ofrecerle un dote a la familia, no podría hacerlo solo con trabajo duro y sacrificios. Tendría que hacerlo sacando riqueza de los subsuelos, así fue cómo empezó a desviarse de sus rutas de agua para buscar en las minas alguna veta de plata que cambiara el flujo de su suerte.

Así se convirtió en minero durante las madrugadas y en aguador durante el día y la noche.

Juan y su burro recorrían la ciudad de Zacatecas, casa por casa hasta llegar a la plazuela. Siempre para regar el pequeño jardín de su amada, cuidando un pequeño árbol que Oralia había sembrado, había días en que tenía conformarse con verla a lo lejos, saludando con un gesto, para su desgracia, no siempre podía hablarle y en los días peores, Oralia no estaba ahí, pero sin importar su suerte, Juan llegaba al sitio y regaba el árbol como consiente de que siempre vale la pena cuidar las cosas que se aman.

Los días pasaban y un día llegaron los franceses a la ciudad zacatecana, entre ellos llegó un hombre llamado Philipe Rondé, un militar, atlético, alto y buenmozo que al instalarse en la ciudad se había ganado el aprecio muchas personas en la ciudad, entre ellas, los padres de Orelia.

Philipe Rondé, era un hombre sencillo y amable que no tardó mucho en interesarse por Oralia. Maravillado por la belleza de la muchacha que le resultaba tan distinta a las mujeres de su país. Así que, sin perder tiempo, Philipe le habló de su amor y de sus intenciones de empezar un noviazgo.

Oralia pese a tener sentimientos por Juan, no encontró motivo para decirle que no al militar y aceptó la propuesta, pues ella misma pensaba que sus padres nunca le consentirían unirse con el aguador del pueblo. No pasó mucho para que Juan mismo se diera cuenta de lo que pasaba. A partir de la llegada de Philipe, las tardes ya no eran tan maravillosas para él. Y es que, cuando arribaba a la plazuela, los veía hablar y mirarse como si ninguna otra cosa importara.

Con el paso de los días la joven Oralia empezó a notar que Juan ya no la frecuentaba como antes, y lo echó de menos, sin que él le diera un reclamo, pronto entendió el por qué se había alejado. Supuso con razón que él también le correspondía en sentimientos, tal vez siempre lo habían hecho, pero ninguno de los dos se había atrevido a ir más lejos.

Al reponer en ello empezó a sentirse muy confundida, sobre todo porque para esas fechas Philipe ya le había propuesto matrimonio. Sin saber a bien qué contestarle al francés, le pidió tiempo para pensarlo y se dirigió a la iglesia y rogó a todos los santos alguna señal o ayuda.

Tal vez ella ya sabía lo que deseaba su corazón y solo buscaba una excusa para terminar de decidirse, pero lo cierto es que al mirar su jardín miró fijamente el árbol que plantó ella y que juan había regado por años como fruto del amor que habían cosechado juntos, día a día.

Rememorando a Juan, una lágrima rodó por su mejilla y al mismo tiempo, gotas de agua cayeron del árbol, cómo si este estuviera llorando con ella.

Al día siguiente de que Oralia decidiera, Philipe se presentó en su casa. Sus ojos se veían tristes y distantes. Le comunicó a la familia y a su amada una triste noticia: debía partir. Los franceses lo requerían en su país y no sabía si después de eso podría volver así que tomó la mano de Oralia y se despidió para siempre. En sus hombros cargaba con la pesadez de alejarse de su amada. Sin embargo, Oralia se sentía triste pero al mismo tiempo aliviada pues había elegido correctamente.

Esa misma tarde, Juan se mostraba tan entusiasta y alegre como al principio. Por fin había encontrado una gran veta de plata y estaba dispuesto a pedir la mano de la joven. Debido a ello, pasó toda la noche anterior ensayando un largo discurso lleno de palabras amorosas para Oralia. Así que, Juan no perdió tiempo y llegó a la plazuela.

Ahí vio a Oralia. La muchacha deslumbraba con su semblante alegre y, antes de que Juan pudiera decir algo, Oralia lo abrazó y le plantó un enorme beso en los labios. El hecho tomó a Juan por sorpresa así que hasta del discurso y de la veta se olvidó. Poco tiempo después, los jóvenes se casaron.

Ese árbol fruto de su amor había sido testigo de esta historia y con los años, el árbol sobresalió de otros árboles en la ciudad por ser el único que se mantenía con sus hojas verdes todo el año sin verse afectado por el otoño y el invierno.

Fue entonces que se convirtió en un símbolo de eternidad, y se decía que todas las parejas que se abrazaran  bajo su sombra acabarían bendecidas con el don de quedar unidos de por vida y quizás, incluso después de muertos, en la otra vida.

Tristemente el fin de esta historia incluye la muerte de este “árbol del amor” pues así como esta historia fue cayendo en el olvido, aquel árbol enfermó y debió ser talado, aunque en algún lugar queda sus raíces y en algún lugar hay alguien contando esta historia.




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