Nacer al conocimiento

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

A Francisco Alfonso Meléndez Martínez, por su apoyo y protección fraterna. Creyó disponer de algo que los demás carecían, por ello estaba emocionado y necesitaba que fuera día de clases para poder presumir a los amigos de su hermano mayor, él era “oyente” en el grupo. Aquella inquietud debía reservarla hasta el lunes porque aún tenía … Leer más

A Francisco Alfonso Meléndez Martínez, por su apoyo y protección fraterna.

Creyó disponer de algo que los demás carecían, por ello estaba emocionado y necesitaba que fuera día de clases para poder presumir a los amigos de su hermano mayor, él era “oyente” en el grupo.

Aquella inquietud debía reservarla hasta el lunes porque aún tenía dificultad en reconocer “los días de escuela”, con los días de no ir a ella.

Entendía que al día siguiente era uno de los que desde temprano veía la llegada de los jugadores de pelota (béisbol) y que también tendrían la visita del párroco de la cabecera municipal. Esos dos referentes fueron existiendo en su cabeza y con ello infería que faltaba tiempo para reanudar las clases.

Por la noche estuvo inquieto, permaneció despierto varias horas recordando la aventura y repasando cómo lo platicaría. Pensando lo venció el sueño.

Al día siguiente lo despertó como siempre, el sonido del escape del molino de nixtamal del rancho, mismo que estaba muy cercano a la puerta de su casa. Entre levantarse de la cama, ir al campo de beis, entrar a misa y volver a realizar la actividad que le gustó tanto, mientras su abuelo, papá y tíos conversaban en la sobremesa, transcurrió el domingo.

El tiempo escolar previo al recreo incidió en mayor desasosiego. En cuanto el profesor dio la señal de salir al patio, el niño empezó a platicar animadamente y con presunción su aventura… Ninguno de los pequeños compañeros se inmutó (todos de primer grado de primaria). Indiferentes se fueron a jugar.

¿Por qué les pareció intrascendente aquella formidable vivencia?

Recordó con regocijo desde cuando el abuelito Pedro les dio un raspador, un recipiente y un pequeño vaso de peltre para que fueran a recoger el aguamiel de dos magueyes preparados para tal fin. Días antes había enseñado a Pancho la forma de hacer esa extracción, de las plantas suculentas que había “quebrado” para aprovechar el arribo a la madurez. Años antes las había colocado en el perímetro de su parcela.

Debajo de una guaripa para cubrirse del sol y en animada plática recorrieron el cuarto de milla distante de la casa al cercado de la labor, jugando con varas, piedras, persiguiendo mariposas e intentando cazar lagartijas.

Treparon por los muñones de las pencas recortadas durante el proceso de preparación, para mover un poco una piedra de caliche que servía de tapón al orificio de la planta. Dentro vieron un pequeño charco semitransparente, blancuzco. Espantaron los diminutos mosquitos y con el vaso fueron depositando el líquido en la cubeta.

No había razón para aguantar las ganas de probar ese fluido al natural. Sendos tragos fluyeron por la garganta dejando un grato frescor en el tubo digestivo y una satisfacción estomacal sin precedente. Y lo mejor de todo: tenía una aventura para contar a los amigos escolares.

Años después comprendió que su audiencia tenía conocimiento de aquella actividad en la que, ingenuamente él apenas nacía.




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