Nuestra homilía de este domingo nos introduce a lo esencial y substancial de nuestra religión cristiana. Hablamos de la plenitud de la ley como verdadera unión y síntesis de dos grandes preceptos: el amor a Dios por encima de todas las cosas y el amor a nuestros prójimos como a nosotros mismos y entendiendo y … Leer más
Nuestra homilía de este domingo nos introduce a lo esencial y substancial de nuestra religión cristiana.
Hablamos de la plenitud de la ley como verdadera unión y síntesis de dos grandes preceptos: el amor a Dios por encima de todas las cosas y el amor a nuestros prójimos como a nosotros mismos y entendiendo y llevando a la práctica, que “en estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas”.
Los fariseos peritos en conocer la ley de Moisés y su interpretación, nos dice el evangelio de esta eucaristía dominical: “Habiéndose enterado que Jesús había dejado callados a los saduceos, se acercaron a él. Uno de ellos, que era doctor de la ley, le preguntó para ponerlo a prueba: Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la ley?”.
Ciertamente esta pregunta era insidiosa y pretendía desprestigiar a Jesús, suponiendo que no sería capaz de dar repuesta correcta y cabal a esta cuestión, que dentro de la sabiduría e interpretación de los escribas y fariseos era muy discutida y no se ponían de acuerdo para discernir cuál era el más grande precepto de la ley de Moisés, el gran legislador del pueblo elegido.
Para captar nosotros, el sentido profundísimo de la respuesta de Cristo a los escribas y fariseos, quienes intentaban ponerle una trampa, debemos tener en cuenta lo que acontecía en la supuesta sabiduría de conocimiento, interpretación de la ley y desde luego su puesta en práctica para ser un buen creyente, según esos peritos.
En efecto, los estudiosos de la ley mosaica la desglosaban en 613 preceptos, de los que 248 eran prescripciones positivas y 365 eran prohibiciones, tantas como días tiene el año.
Pero Cristo les respondió: “Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el más grande y primero de los mandamientos.
Y el segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. En estos dos mandamientos se fundan toda la ley y los profetas”.
Pasemos ahora a reflexionar y asumir la enseñanza de Jesucristo, frente a la actitud un tanto negativa de escribas y fariseos, que querían a toda costa hundirlo y acabar con él.
El amor a Dios y a nuestros prójimos en la revelación fundamental de Jesucristo
Las enseñanzas de escribas y fariseos, tenían en cuenta estos dos preceptos de la ley. El primero referido al amor de Dios sobre todas las cosas se tomó del libro del Deuteronomio, 6, 5.
Y para el amor al prójimo del libro del Levítico, 19,18. Para ahondar en la respuesta de Cristo acerca de estos dos preceptos y el sentido de la novedad que él aporta, los centramos en los dos puntos siguientes:
1º.-Define el amor a Dios y a los hermanos como el centro esencial de la ley, algo olvidado por escribas y fariseos que se perdían en una selva enmarañada de normas rituales, prescripciones jurídicas y disposiciones muy particulares: sobre lo puro e impuro, los ayunos y las abluciones.
2º.-Jesús aporta un principio de verdadera síntesis que unifica y equipara esos dos mandamientos que los especialistas de la ley entendían y explicaban como diferentes, separados y a distinto nivel: Dios y el prójimo.
La unidad del precepto de amar a Dios y al hermano es indisoluble, afirma Cristo, más todavía, ahí se resume la enseñanza de toda la ley y los profetas.
De las palabras de Cristo, se concluye que nuestra religión cristiana, tanto el mensaje como el seguimiento de Cristo, se fundamentan en el amor a Dios y a través de la fraternidad amorosa con nuestros semejantes.
Amar a Dios sin amar a los hermanos, es un engaño, porque no podemos amar a Dios a quien no vemos directamente en esta vida y que, sin embargo, sí podemos y debemos amarlo al amar a los semejantes que sí vemos, porque todos los hombres somos reflejo de Dios hechos a su imagen y semejanza.
Aplicación práctica de los dos mandamientos del amor a Dios y a nuestros semejantes
Hermanos: la palabra de este domingo, nos invita a abrirnos al misterio de Dios y del prójimo por el camino de la fe que se actúa por el amor y se manifiesta válidamente con pensamientos, palabras y obras.
Como dice el dicho popular. “Obras son amores y no buenas razones”.
Que la celebración de la Eucaristía dominical y todas las otras en las cuales participemos, sean un canto comprometido de amor a Dios por Jesucristo quien se nos ofrece en sacrificio, entrega y amor sin límites, con su cuerpo, su alma y divinidad de Hijo de Dios.
Y a partir de allí, ir al encuentro con los hermanos para amarlos y servirlos con el mismo amor del Señor, rompiendo con la gracia divina de este amor, con nuestro egoísmo, nuestra criminalidad, odios, rechazos y genofobia.
Que este nuestro amor sea sin límites y fronteras para amar y servir especialmente a los más pobres y desvalidos y saber perdonar a quienes nos ofendan y nos rechacen.
Y entonces, con el amor purificado de todo egoísmo y soberbia, vivamos cada día cumpliendo el doble precepto del amor a Dios y a nuestros prójimos, centro vivificante de nuestro cristianismo en el tiempo histórico y con apertura gozosa hacia el “más allá”, para realizar nuestra plenitud de la ley, que es como una moneda en unidad perfecta de dos caras inseparables: La efigie del verdadero Dios por quien vivimos y amamos y las efigies de nosotros mismos y las de nuestros hermanos en comunión auténtica y verdadera. ¡Que así sea!
*Obispo emérito de Zacatecas
Imagen Zacatecas – Fernando Mario Chávez Ruvalcaba