Quien defeca en ti y quien te mima

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

En una gélida mañana, un pajarito recién nacido fue abandonado por su madre, quien salió a buscar alimento. Desconcertado por quedar solo, tras unos minutos comenzó a moverse con mucha inquietud. Pronto cayó del nido y quedó aturdido. El suelo sin arbustos era rugoso, con algunos brillos minúsculos debido al constante roce de una naciente … Leer más

En una gélida mañana, un pajarito recién nacido fue abandonado por su madre, quien salió a buscar alimento.

Desconcertado por quedar solo, tras unos minutos comenzó a moverse con mucha inquietud. Pronto cayó del nido y quedó aturdido. El suelo sin arbustos era rugoso, con algunos brillos minúsculos debido al constante roce de una naciente brisa helada.

Indefensa, la avecilla desnuda sólo pudo comenzar a tiritar intensamente. Esto ―pensó una parte de ella― mientras le llegaba un congelamiento seguro.

No había pasado un minuto cuando frente a ella comenzó a crecer un destello café. Con el sol detrás, la mancha parecía solazarse en un balanceo notable.

Poco a poco fue descubriéndose la natura que arribaba: era un buey enorme, casi torpe, de pelo desparpajado. Sus ojos, fuertes cristales opacos, se inclinaron: terminaron apuntando por un momento al pajarito tembloroso.

Justo frente a él se mantuvo el buey otro instante, como si lo reconociera y, junto con éste, al terreno todo.

El enclenque instinto del desvalido, quien continuaba temblando, le dijo que terminaría tragado por la bestia. Parecía ésa una carrera para ver quién terminaba con el desafortunado: la helada guadaña del ambiente o el hocico del cuadrúpedo.

El buey sorprendió al pajarillo al avanzar con tres lentos pasos. En ese instante el ave bebé pudo apreciar sobre él una panza voluminosa e inmediatamente después dos testículos enormes que se movían como barra de puerta antigua.

Sobre la cabeza del timorato, el monumental ano del animal comenzó a destensarse, a abrirse. El estruendo brotaba desde las tripas bovinas y se unía a la pesada pasta de inmundicia, celulosa de hierba y pestilencia, que ahora caía de lleno.

Blooofff.

Pasta pestilencia, pesada, casi descalabrante… pero también calentita.

Aún cubierto por la montaña de inmundicia, el pajarito pudo dejar de temblar. Comenzó a recuperar calor. Aunque no pudiera levantar los párpados ya sentía que su vida se le pegaba otra vez, volvía a serle cautiva.

Reiniciaron los pasos: el buey se alejaba.

El aturdido pudo abrir un ojo. Ahora veía acercarse a un hermoso gato blanquísimo, elegante, enternecedor.

El felino se plantó delante: husmeó al ave. Sin preámbulo, solícito, con la lengua más bella que pudiera apreciarse, comenzó mimoso a retirar la mierda que cubría al minúsculo cuerpo.

Lengüetazo tras lengüetazo, el que era limpiado quedó, al cabo de otros minutos, reluciente. Entonces el gato se lo zampó como almuerzo.

¿Moraleja?

No todo el que defeca sobre ti lo hace para acabar contigo. No todo el que te acaricia lo hace para ayudarte.




Más noticias


Contenido Patrocinado