Privaciones de escenarios y experiencias

Simitrio Quezada.
Simitrio Quezada.

Con mi familia disfruté varios días de campo, con doblados tacos de frijoles con chile calentados en fogata.

Como muchas de las personas que nacimos en la década de los setenta, me tocó vivir una infancia afortunada. Si no en lo económico, sí en el ámbito de las buenas experiencias. Con mi familia disfruté varios días de campo, con doblados tacos de frijoles con chile calentados en fogata o, si la ganancia de las ventas era considerable, humeantes bisteces con guacamole.

A mis siete años, lo mejor de la escapada no me era tanto la comida (vaya que soy de buen diente) como llenar mis pulmones del aire de la sierra de Morones, de la de Tlachichila o de la del cerro de la Cantera. Solía perderme entre los muchos árboles de manzanilla o pingüica, dejando a mis padres, abuelos y hermanos junto al fuego, para hacer sobremesa ambulante en que componía canciones o versos, o me ponía a jugar con piedrecillas pintas, vegetales globitos tronadores, abandonados caparazones de caracoles o crujientes pieles de chicharras.

Casi tres décadas después, quise que a sus cinco años mi hijo mayor comenzara a vivir esas experiencias que tanto atesoré en mis recuerdos. Animado por tal inquietud, la planteé a mi esposa. Era 2011 y en el estado de Zacatecas se presenciaba la disputa entre al menos dos fuertes carteles delictivos. En medio de ese panorama, yo terqueaba en internarnos, un día con su noche, a la sierra de Valparaíso o, por lo menos, regresar a los hermosos paisajes de Tlachichila, entre Jalpa y Nochistlán. Mi mujer es siempre más prudente que yo, y exponía que mis tiempos añorados no eran en modo alguno los actuales.

A mi pesar, resumo mi impotencia en una declaración: “Nos tienen secuestrados esos escenarios”. Las sierras y sus amaneceres ya no son nuestros, ni los llanos y sus ocasos, ni los bellos caminos alejados y sus espectaculares curvas. De plano, es muy riesgoso recorrer lo despoblado para admirarlo y, peor, acampar en él.

Junto con esos territorios, nos secuestraron las experiencias que pueden regalarnos. Mi hijo mayor llegó a la adolescencia y se perdió las vivencias que deseé que lo formaran. Mis otros niños no pueden hoy salir a jugar sin que su madre y yo estemos vigilándolos: los delincuentes bajaron de las sierras a las calles y casas vecinas; la venta de estupefacientes, los ataques y la rapiña llegan en cualquier momento.

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