Oportunidad de revelación

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado al Tec. Juan Tena, la T. S. Dominga y el doctor Hilario, con reconocimiento. “ ¡Que cante Naboooor!”. Fue el primer grito que se escuchó de entre un grupo de muchachas, en la concurrencia presente en el patio, frente al escenario del teatro al aire libre del edificio de la antigua escuela Primaria. “¡Sí, … Leer más

Dedicado al Tec. Juan Tena, la T. S. Dominga y el doctor Hilario, con reconocimiento.

“ ¡Que cante Naboooor!”. Fue el primer grito que se escuchó de entre un grupo de muchachas, en la concurrencia presente en el patio, frente al escenario del teatro al aire libre del edificio de la antigua escuela Primaria. “¡Sí, que cante Nabor!, ¡Que cante, que cante!”, coreaba el público.

Aludían a un joven introvertido, poco sociable, quien se dedicaba al campo y al pastoreo de cabras, había sido escuchado por otros pastores en el breñal. Bajó la vista, los colores se le subieron a la cara, empezando a sudar copiosamente y, con una sonrisa nerviosa denotando ganas de subir al estrado, permitió que algunos de su entorno le empujasen, como habiendo convenido antes que “se haría del rogar”.

Esta vez iba con ropa dominguera: camisa blanca, pantalón oscuro, sombrero de lona y calzando zapatos (de ordinario usaba huaraches de tres agujeros con suela de llanta).

El maestro de ceremonias, médico de la cabecera municipal, micrófono en mano pidió un aplauso para enfatizar la invitación.

Pascual, el músico guitarrista oficial de aquellas “horas sociales”, también sonrió para animar al indeciso muchacho. Esos festejos eran organizados cada ocho días por parte de brigadas sanitarias de la clínica regional. Durante la semana orientaban sobre reglas de higiene rural, como medidas preventivas para disminuir las enfermedades curables de la población y coronaban las actividades con un modesto festejo en las tardes comunitarias, a la sombra de los árboles que en otros momentos lucían divertidos columpios para que en los recesos jugaran niños y adultos, asistentes a las sesiones de primeros auxilios, tejido, cocina, huertos familiares, música, deporte, entre otros.

Había mención especial a quienes sobresalían en las tareas, piezas musicales acompañadas con el violín de don Carlitos, a veces el bajo sexto de doña Juana, algún poema de los aprendidos en la escuela, pero la preferencia del público, era la sesión de aficionados al canto.

Ángeles (Gela), Pablo Laredo, Andrés Z., María López, Miguel Torres, Chente Acevedo, Simón Meléndez… también mostraron su capacidad vocal en estas jornadas culturales. Aunque pocos llegaron a ser profesionales, en esta oportunidad probaron la existencia de talento, generando una relación de sana convivencia social.

Aquel mozo tenía una voz entonada y muy parecida a la de un artista de moda en el género ranchero-norteño. En aquella primera ocasión los aplausos tronaron con efusividad al término de la interpretación. Se despidió quitándose el sombrero en señal de agradecimiento.

A partir de entonces su carácter fue más expresivo, elevó su autoestima, adquirió la capacidad para conversar y relacionarse mejor con los demás. En aquellos festivales de fin de semana generaba expectación al saber que ensayaba a todo pulmón entre lomas, cañadas y veredas mientras cuidaba el ganado.

Seguramente todas las personas poseen algún talento, mismo que se pone de manifiesto cuando se encuentra la ocasión propicia. Pero cuando las oportunidades no se presentan, también es necesario ir a su encuentro.

*Director de Educación Básica Federalizada [email protected]




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