Añoranza e inquietud infantil

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Caza de insectos para alimentar a las aves y preparación de gorditas son los recuerdos que nos hacen extrañar la infancia.

Dedicado a los primos de la descendencia Meléndez.

El llamado de la abuela interrumpió “el juego” en el cual estaban concentrados a pleno sol, en el gran patio de la casa: con una hebra de ixtle de lechuguilla, obtenido de un estropajo hacían una diminuta lazada, misma que colocaban con cuidado en la boca algún hoyo pequeño en la tierra, donde moraban las avispas de la temporada. Tirados de panza esperaban con paciencia que el animalito se asomara hacia la superficie y, estirando las puntas de hilo… se escuchaba un grito de júbilo cuando lograban sujetar el insecto.

De estos dos hermanos, el mayor tenía seis años de edad y era más experimentado en este tipo de cacería. Elaboraban una especie de collar que, en vez de cuentas sujetaban a los animalitos, mismos que iban y ponían en las jaulas de los gorriones de la tía Manuela. Pronto eran engullidos y los movimientos de las alas de estos pájaros parecían agradecer el obsequio y pedir más.

Presintiendo amonestación por este tipo de entretenimiento, rápido corrían a atender el llamado, soltando nubes de polvo de la ropa, al ritmo del tropel hacia la casa.

Escogían al mayor que era de complexión más esbelta que el menor, para hacerlo entrar a un cocedor elaborado de adobe y piedra, en donde horneaban pan casero la víspera del “Día de muertos”.

Provisto de una “cuchara de albañil” que por el tamaño parecía un juguete, caminaba con garbo (y presunción) hacia la entrada del cocedor, misma que estaba en la pared del fondo de la enorme cocina de los abuelos y a una altura que ningún pequeño podía subir sin ayuda adicional. Su padre lo alzaba en vilo para ayudarlo a entrar. El niño raspaba el piso y los rincones para extraer la ceniza y residuos de carbón del cocimiento anterior, atendiendo solícito las orientaciones específicas que le emitía el progenitor.

El moreno quedaba a la expectación envidiando a su hermano terminar la tarea, porque para salir era tomado en brazos del fuerte papá para ponerlo en el piso, satisfecho y contento de haber sido distinguido en tan importante encomienda, pues sin ello no podría realizarse aquella reunión familiar a la que acudían las tías y los primos.

La algarabía formada por todos al preparar la masa, limpiar las hojas, calentar el horno, hacer la cocción y degustar las primeras gorditas de cocedor, hacían olvidar momentáneamente “el agravio” de no haber sido distinguido con la encomienda aquella de la limpieza de la construcción. El agradable remate al día siguiente era saborear la deliciosa calabaza tatemada que el abuelo Pedro había colocado al final de la actividad, aprovechando el resto del calor del horno.

Las experiencias familiares vividas en los siguientes años le hicieron comprender que no había sido discriminado por ser gordito y prieto, sencillamente se había considerado al güero, por ser más grande, disponía de mejor habilidad para realizar esa esporádica tarea.

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