Si no cambian y no se hacen como niños…
En nuestra sociedad, la transición a las diferentes etapas de las edades adultas a menudo se asocia con el abandono de la inocencia y la espontaneidad.
“A veces desearía que los adultos fueran más como los niños, naturalmente abiertos y alegres. En lugar de eso, a medida que crecemos, fallamos en nutrir nuestro potencial natural y el sentido de los valores humanos básicos.” Dalai Lama
En la agitada corriente de la vida adulta, a menudo anhelamos la pureza y la inocencia que caracterizan a los niños. En nuestra juventud, irradiamos apertura y aceptación, cualidades que parecen desvanecerse con el tiempo. En lugar de nutrir nuestro potencial natural y abrazar los valores humanos básicos, nos encontramos atrapados en el laberinto de la complejidad adulta. ¿Qué pasaría si recuperáramos esa esencia infantil, cultivando un mundo más amable y compasivo?
Recordando las palabras del Dalai Lama, reflexiono sobre mi propio camino hacia la edad adulta. ¿Dónde quedaron la espontaneidad y la aceptación que alguna vez definieron mi niñez? A medida que crecemos, a menudo dejamos de lado estas cualidades en favor de la seriedad y la racionalidad. Sin embargo, al hacerlo, perdemos algo fundamental: la conexión con nuestra humanidad compartida. Debemos de cultivar la apertura y la aceptación que tienen en los niños, recordando que la verdadera sabiduría a menudo reside en la simplicidad.
En nuestra sociedad, la transición a las diferentes etapas de las edades adultas a menudo se asocia con el abandono de la inocencia y la espontaneidad. Sin embargo, al hacerlo, corremos el riesgo de perder de vista lo que realmente importa. El mensaje del Dalai Lama nos recuerda la importancia de mantener vivos esos valores fundamentales que nos conectan como seres humanos. En un mundo cada vez más dividido, abrazar la apertura y la aceptación inherentes a la naturaleza humana nos brinda la oportunidad de construir un futuro más compasivo y solidario para todos.
Este mensaje nos insta a reflexionar sobre cómo podemos recuperar la autenticidad y la bondad innata que caracterizan a los niños. Es hora de que reconozcamos que la verdadera madurez no radica en la rigidez o la seriedad, sino en la capacidad de mantenernos fieles a nosotros mismos y a nuestros valores más profundos. Al abrazar la vulnerabilidad y la apertura, podemos reconstruir un mundo en el que la compasión y la aceptación sean las fuerzas impulsoras que guíen nuestras acciones.
Desde una perspectiva filosófica, la idea de que los adultos deberán ser más como los niños plantea preguntas intrigantes sobre la naturaleza humana y el desarrollo personal. ¿Es posible recuperar la inocencia y la espontaneidad perdidas en el camino hacia la adultez? ¿O acaso la madurez implica inevitablemente dejar atrás ciertos aspectos de nuestra niñez? Tal vez la clave resida en encontrar un equilibrio entre la responsabilidad adulta y la capacidad de mantener viva la chispa de la infancia en nuestro corazón.
Desde una perspectiva espiritual, la enseñanza ya lo dijo Jesús en Mt 18,3: “En verdad les digo: si no cambian y no llegan a ser como niños, nunca entrarán en el Reino de los Cielos”. Esta frase nos invita a contemplar la verdadera naturaleza del ser humano. ¿Qué significa realmente ser como un niño en el contexto de nuestra búsqueda de la iluminación y la paz interior? Quizás se trate de despojarnos de las capas de ego y prejuicio que acumulamos con el tiempo, y volver a conectar con la pureza esencial que reside en nuestro núcleo. En última instancia, ser más como los niños puede ser el camino hacia una mayor comprensión y realización espiritual.