La Noche de los gatos pardos

Cuento de Día de Muertos

La anciana entró despacio a la habitación en penumbras, iluminada sólo por la pequeña llama de una vela negra al centro de una estrella de cinco puntas dibujada en el suelo. Se arrodilló con delicadeza; con las palmas boca abajo, puso las manos sobre sus piernas robustas y espero con los ojos cerrados.

El único sonido en la habitación era el tic tac de un pequeño reloj colgado en la pared. Al dar las doce de la media noche, la anciana abrió los ojos. Su mirada fría y penetrante la dirigió hacia la pequeña llama de la vela.

Con toda calma desenvolvió un pañuelo en el que tenía varios objetos, entre ellos una fotografía de un hombre y los colocó en el piso junto a la vela. Enseguida levantó el rostro hacia el techo y colocó sus brazos extendidos al frente con las manos abiertas. Y comenzó a pronunciar palabras en latín, en voz baja, pero con una pronunciación clara y con tono firme. La llama de la vela comenzó a bailotear como si una ráfaga de viento la moviera y creció considerablemente.

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Como todos los sábados, la juerga siempre terminaba para Isidro pasada la media noche, porque Jeremías “el judío”, detestaba a los borrachos que se quedaban la noche entera sentados en la silla o acostados en el piso de la cantina, hasta pasadas la una de la tarde del día siguiente.

Con pasos lentos y torpes, se encaminó al cuarto de azotea que le prestaba Hortensia, la encargada de la vecindad. Apenas había avanzado dos calles cuando el estómago revuelto lo hizo detenerse para vomitar, se apoyó con las dos manos en la pared mirando al piso, y descargó el líquido con algo de bilis.

El esfuerzo del estómago no le quitó las ganas de cantar después de darle un trago a la botellita de licor que se robó de la cantina. Vestido con unos harapos rotos llenos de mezcla de la cabeza a los pies, siguió calle abajo hasta llegar al callejón que desembocaba a tres puertas de la vecindad.

A pesar de haber recorrido infinidad de veces este callejón, hoy incluso en su lamentable estado; Isidro sintió algo de inquietud y miedo. Se detuvo un instante, sus pulmones comenzaron a dificultarle la respiración, un poco por el excesivo consumo de nicotina de muchos años y otro tanto por el repentino frío que comenzó a entumir sus extremidades. Una neblina densa y pesada comenzó a bajar con lentitud opacando a su paso la luz tenue de una farola encendida.

Isidro se remolineó pegado a la pared, con trabajos, destapó su pequeña botella y le dio un trago. Al pasarlo sintió como le calentaba la garganta, seguido por el esófago hasta llegar al estómago. Antes de cerrar la botellita, volvió a llevársela nuevamente a la boca extremadamente reseca para disfrutar de otro buen trago caliente. El trágico destino haría que este último trago de mezcal no fuera jamás ingerido.

El inesperado maullido de un gato negro, parado encima del toldo de un auto viejo, lo saco de su entumecimiento mental en el que se encontraba. Con gritos y maldiciones trato de ahuyentarlo, sin embargo, el gato seguía mirándolo fijamente sin siquiera pestañear y sin dejar de maullar.

—La vieja Hortensia no te volvió a dar de comer. ¿Verdad? —Vociferó dirigiéndose al gato— ¡Maldita vieja, se debería de morir, igual que tú, de hambre!

Isidro quiso reanudar su paso, cuando perdió el equilibrio y rodo hasta el suelo  con un fuerte golpe en el codo de su brazo derecho. La botellita se estrelló contra el adoquín rompiéndose en pedazos. Isidro quiso volver a incorporarse, pero el fuerte dolor de su brazo se lo impidió. Con más coraje volvió entonces a maldecir al gato que no dejaba de mirarlo.

Se quedó acostado, descansando, tratando de recobrar las fuerzas que su cuerpo maltrecho le exigía para poder llegar a su cuarto. Hasta que su mente cansada, lo obligó a dormitar un largo rato.

El gélido frío y los aullidos de una manada de gatos, dispersados por todo el callejón, lo despertaron con un sobresalto.

Desaforado y con los ojos muy abiertos miró a su alrededor. Más de tres docenas de gatos le maullaban observándolo fijamente. Los que estaban más cerca de él, le provocaron estremecimiento y repulsión.

No dejaba de mirarlos a todos. Azorado miraba a todas partes tallándose los ojos sin poder creerlo, mientras los gatos más alejados caminaban con pasos lentos y pausados acercándose a Isidro poco a poco.

Quiso volver a maldecir, pero esta vez no pudo emitir un solo sonido de su garganta reseca. Los ojos desorbitados y el temblor del cuerpo entero, lo tenían al borde de la locura; mirando a su alrededor la enorme cantidad de gatos.

Por fin, y desgraciadamente para Isidro; uno de los gatos, el que seguía ocupando su lugar en el toldo del automóvil viejo, dio un largo brinco hasta llegar al cuerpo de Isidro. Éste, con golpes torpes trató de quitárselo de encima, pero el gato le dio un zarpazo en el rostro haciéndolo gritar.

Con pasos lentos, los otros gatos se iban acercando desconfiados a Isidro. Con las uñas filosas, cada gato que iba llegando a su cuerpo, le rasgaba la ropa hasta llegar a la piel haciéndolo gritar y manotear, sin conseguir que uno solo se alejara.

Los gritos de dolor y desesperación de este desdichado hombre, en pocos minutos se fueron apagando. Conforme los gatos le hacían múltiples heridas; a su tiempo, cada uno se iba tragando las entrañas de Isidro.

Cuando el alba llego y asomaron los primeros rayos del sol en este callejón solitario. Yacían el cuerpo inerte y pedazos de sus entrañas regadas por doquier del hombre que murió por las garras de una manada de gatos. Una noche fría de neblina tan densa como una nube que bajaba lentamente.

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La anciana cerro los ojos tomó la fotografía entre sus manos y pronunció las palabras las siguientes palabras.

Padre, invoco tu poder sobre esta persona. Permite que la noche sea el manto helado que lo lleve a tus infiernos. Dales poder a mis pensamientos. Disuelve este viejo cuerpo en humo denso para ir hasta él. Permite que mis manos sean las garras que le arrebaten a este hombre su soplo de vida. Para entregártelo para siempre, para que sea tu esclavo. Soy tuya. Tú eres mi padre. Así sea.

  • Luigi Vampa