¿Es realmente su papel?

Antonio Sánchez González.
Antonio Sánchez González.

El presidente tiene prisa en llevar a cabo la reforma al sistema judicial de acuerdo con su ideal y utiliza la misma razón -o el mismo pretexto- que para todo lo demás.

El presidente asume que el resultado de la elección de quien le sucederá en el poder significa que el pueblo quiere una reforma al sistema judicial. ¿Y cómo no? Es el mismo pueblo que votó abrumadoramente por el segundo piso de la Cuarta Transformación. La misma que un día se podía manifestar en el aeropuerto que se clausuró, en el sistema de atención a la salud que se desmanteló, en la presa que debía garantizar agua a Zacatecas que se abortó, en el deterioro del sistema educativo nacional, tanto como en las pensiones para adultos mayores, en la nueva refinería, en el aeropuerto de Tulúm o en el Tren Maya y la enorme derrama económica para los estados de la península de Yucatán que se traduce en cifras de su PIB nunca vistas. El motivo -o el pretexto- en todos los casos ha sido “combatir a la corrupción”.

Y el presidente tiene prisa en llevar a cabo la reforma al sistema judicial de acuerdo con su ideal y utiliza la misma razón -o el mismo pretexto- que para todo lo demás. No importa el que pueda tener el resto de los mexicanos. Tiene prisa porque octubre está cerca y él conoce la historia de México y sabe que nadie le garantiza lo que suceda después de septiembre.

Pero, por otro lado, los magistrados y jueces llaman a la resistencia. En sendos posicionamientos enviados a la prensa en diversos momentos entre el 10 de junio y hoy las diversas organizaciones que agrupan a los impartidores de justicia del sistema judicial federal, entre ellas la Asociación Nacional de Magistrados de Circuito y Jueces de Distrito del Poder Judicial de la Federación (JUFED), primero manifestaron su preocupación por elementos de la propuesta presidencial y al final se manifestaron en una posición “abierta al diálogo, porque reconoce que el poder judicial forma parte del sistema democrático constitucional que debe regir en México”; además, la mayoría de los actuales ministros de la Suprema Corte de Justicia de la Nación proclamaron cuando menos su preocupación cuando no su oposición al proyecto que, de aprobarse, cambiaría la cara de nuestro país tal y como la conocemos.

¿Quién podría sorprenderse de la postura adoptada por magistrados y jueces? Desde el 1 de enero de 1995, cuando al presidente Ernesto Zedillo no le tembló la mano para cerrar la Suprema Corte de Justicia de la Nación bajo el argumento formal de que se trataba de una respuesta a la exigencia ciudadana de una mejor impartición de justicia, separar de sus cargos a los 26 ministros y promulgar reformas a los 20 artículos constitucionales que regulan su actuar, los magistrados y jueces se han comportado como un partido político, es decir, como movimiento colectivo que quiere cambiar la sociedad. Su programa no ha sido del dominio público, no ha tenido fronteras, no ha estado cercano al capitalismo ni al socialismo.

El primer problema que plantea esta especie de partido político dentro del Poder Judicial radica en la cualidad esencial que se espera de un magistrado: la imparcialidad. La independencia es importante, y los jueces en el sistema judicial mexicano la tienen a su alcance y garantizada por el marco legal, pero también lo es la imparcialidad. El derecho a ser juzgado por un tribunal imparcial es uno de los primeros derechos devenidos de la Declaración de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, inspiración de los sistemas sociales que rigen al mundo occidental -también al nuestro- y que también es tan apreciado por la misma unión de magistrados y jueces en nombre del Estado de Derecho.

El problema para los ciudadanos comunes, en medio de esta discusión, se nos traduce en que ¿ser juzgado por un activista político es realmente una garantía de imparcialidad? El mito que defienden unos es que cuando se ponen la toga de juez, dejan su credencial política en el guardarropa. ¿Quién puede creerlo? Por el contrario, ¿quién creerá que un juez o magistrado electo bajo el principio del voto popular, pero a través de las estructuras políticas que ejercen en el país no tendrá a esos institutos políticos y a sus patrones muy presentes en cada sentencia y en sus deliberaciones? Sería un insulto para estos hombres y mujeres, en cada extremo de este espectro, imaginar que abdican de sus sinceras y profundas convicciones cuando se ponen la toga.

Estudios y encuestas muestran que las principales razones que generaron la aplastante mayoría, más del 60%, de los votos que obtuvo el partido del presidente son, junto con el poder adquisitivo, la inseguridad y la impunidad, preocupaciones que también se encuentran entre muchos votantes de centro y, por supuesto, incluso de la derecha mexicana. Sin embargo, ¿quién se encarga de castigar a los infractores y hacer cumplir las leyes, si no son los magistrados? ¿Podremos, después de haber hecho campaña y electo a nuevos jueces, a través de los años, mejorar la respuesta penal y satisfacer la voluntad popular, que exige constantemente el fin de la impunidad y la violencia descontrolada? O, con el tiempo, ¿de nuevo tendremos que sentirnos ofendidos por el hecho de que los mexicanos alcemos la voz en las urnas para ver finalmente respetada nuestra voluntad?




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