Tiempos cambiantes

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado a los amigos de la infancia Era una tarde con motivos suficientes para ser alegre. Sí, en el ambiente flotaba esa sensación grata de estar contento porque había llegado Don Zenaido, un comerciante itinerante por el medio rural llevando a las rancherías ropa y calzado, para liquidarse posteriormente en cómodos abonos. En algunas ocasiones … Leer más

Dedicado a los amigos de la infancia

Era una tarde con motivos suficientes para ser alegre. Sí, en el ambiente flotaba esa sensación grata de estar contento porque había llegado Don Zenaido, un comerciante itinerante por el medio rural llevando a las rancherías ropa y calzado, para liquidarse posteriormente en cómodos abonos.

En algunas ocasiones también portaba cacerolas, ollas, cucharas, rodillo para las tortillas de harina y, sin ser su especialidad, hasta molcajetes.

Surtía sus mercancías en los últimos meses del año, conforme se enteraba de la abundancia del tiempo de lluvias, que incidiría en la existencia de buenas cosechas; consideraba mayor cantidad y variedad de productos. Era imprescindible su presencia porque las personas adquirían, en víspera de la Navidad chamarras, abrigos, piezas de tela para confeccionar ropa, zapatos, …

¡Zapatos! Precisamente en esa ocasión un niño pensaba que era feliz, estaba agradecido con la vida porque su mamá había adquirido un par para él, lustrosos, brillantes, color negro, con una hebilla plateada que se abrocharía con facilidad, en vez de las fastidiosas agujetas que siempre se le soltaban (dejó de batallar, hasta que pudo dejarlos atados permanentemente con un “nudo ciego”).

Soñó con estrenarlos el sábado, cuando fuera a la doctrina. Estaba seguro que se le verían muy bien, hasta sus primas, las presumidas, lo notarían.

Sus cavilaciones fueron interrumpidas por dos muchachos de los que ya iban a la escuela del rancho. “¿Que vas a estrenar?”, comentó uno.

Una sonrisa nerviosa apareció en su cara, a manera de respuesta.

“Sí, yo vi cuando los bajaron de la camioneta, adentro de una caja de cartón”, comentó el otro.

-“Creímos que ya los traías puestos”.

“No, yo creo que hasta el sábado o hasta cuando vayamos al pueblo” alcanzó a balbucear el interpelado.

“¡Ah!, no te quedaron”, dedujo el primero. “Si quieres mañana venimos a ayudarte a remojarlos”, concluyó.

La tarde siguiente, aprovechando la luz del crepúsculo, serviciales, con granos de maíz llenaron el hueco del calzado, pusieron agua hasta el borde, sonriendo al verificar que no escurría. Así quedarían en reposo por 24 horas en las cuales la humedad haría hincharse las semillas, haciendo presión hacia afuera, con lo cual se expandirá el interior de los zapatos nuevos. Con seguridad los sentiría menos incómodos al ponérselos.

De vivencias descritas en los párrafos anteriores proviene la expresión coloquial “dar el remojo”. Consiste en obsequiar algo a alguien, con motivo de estar estrenando calzado y por extensión, alguna prenda o bien, adquirido recientemente.

Han cambiado los tiempos en unas cuantas décadas en ese tenor. Hoy sería impensable realizar acciones parecidas, porque en los comercios hay gran variedad de medidas y estilos. Las comunicaciones y medios de transporte también han contribuido en proporcionar mayor confort a las personas. Ésa es una de las virtudes de la modernidad, aunque ha traído consigo otros efectos como el derroche, el desperdicio, la adquisición de productos innecesarios para la vida de las familias.




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