Percepción infantil

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado al tío Carlos Meléndez Contreras (QEPD). Por eso no quería que le cortaran el pelo. La vieja y destartalada máquina estiraba mucho. Sentía en el pellejo como afiladas espinas, a cada accionar recordaba la vez que en su talón se incrustó una clavellina. En aquella espinada decidió aguantar el llanto. Tomó una pequeña piedra … Leer más

Dedicado al tío Carlos Meléndez Contreras (QEPD).

Por eso no quería que le cortaran el pelo. La vieja y destartalada máquina estiraba mucho. Sentía en el pellejo como afiladas espinas, a cada accionar recordaba la vez que en su talón se incrustó una clavellina.

En aquella espinada decidió aguantar el llanto. Tomó una pequeña piedra (como para la resortera), la envolvió en una punta de la camisa, se la puso entre los dientes y provisto con dos pequeñas varas de gobernadora, usándolas a manera de tijera, retiró aquel erizo de puntas, mientras apretaba las quijadas mordiendo el pedrusco y cerrando los ojos, involuntariamente un gemido salió por su nariz, quedando la pierna engarrotada por el dolor.

Pero ésta vez lloraba escandalosamente pretendiendo detener el martirio… El tío lo había levantado en vilo, tomándolo por los brazos y lo sentó en una silla donde previamente ató un trozo de mecate y dio varias vueltas, una pasaba por los hombros, otra rodeaba la panza, a la altura de los codos y una más debajo de las rodillas.

Se remolineaba haciéndose daño sin conseguir detener el corte de mechones.

La posición de indefensión, sus esfuerzos infructuosos por soltarse (si hubiera podido alcanzar el suelo con sus pies, a lo mejor hubiera logrado tumbarse y ahí podría oponer mayor resistencia).

Todo ello acentuó el sentimiento de impotencia y la convicción de que su tío no lo quería porque terminó dejándolo demasiado trasquilado.

Era el tiempo en el que florecen los magueyes, con aquellas manecillas repletas de flores tubulares, de un hermoso color amarillo dorado, las cuales contenían una diminuta cantidad de néctar dulce, el cual lograban saborear, cuando eventualmente conseguían sus amigos tumbarlas a pedradas.

Eso intentaba un día después de la trasquilada, de uno de los enormes agaves del cercado de la milpa del abuelo, cuando pasó el verdugo. Detuvo la actividad volteando al piso para no mirarlo en señal de enojo.

Aquél, sabiendo del rencor anidado en el pecho del niño, se ofreció a cortar una manilla completa. Muy a su pesar el sobrino aceptó.

El señor levantó un quiote seco y con un rápido movimiento logró el propósito. Recogió el racimo de entre las pencas y se lo entregó. Tuvo que usar los dos brazos para conseguir cargarlo.

Se fue feliz sin agradecer el obsequio (aún recordaba la artera agresión).

Si usted, amable lector(a) recuerda alguna vez la sensación de ser el dueño de la pelota en un juego durante la niñez, queda muy lejos de experimentar aquella satisfacción de haber llegado con sus hermanos y amigos, siendo el propietario de tan enorme posesión y tener el privilegio de distribuir los nódulos.

Pensó en estar más dispuesto al corte de pelo con su tío, la siguiente vez, pues quizá a pesar de su frialdad también lo quería, como a los primos.

Las percepciones de los niños son sorprendentes, la maduración que aparece con el tiempo encuentra las explicaciones necesarias.

Director de Educación Básica Federalizada [email protected]




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