Método alterno de “El Cuate”

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado a Ramón Contreras Cisneros, alias “El Cuate”, por su solidaridad y apoyo. El grito no pudo ser tan fuerte como el golpe recibido en la mano izquierda, mientras sujetaba la cuña y manejaba el martillo de seis libras con su diestra. Estaba recargado hacia ese lado con hombro y cadera en la veta del … Leer más

Dedicado a Ramón Contreras Cisneros,

alias “El Cuate”, por su solidaridad y apoyo.

El grito no pudo ser tan fuerte como el golpe recibido en la mano izquierda, mientras sujetaba la cuña y manejaba el martillo de seis libras con su diestra.

Estaba recargado hacia ese lado con hombro y cadera en la veta del mineral llamado fosforita, la rodilla apoyada cerca de la herramienta y el pie derecho extendido en diagonal haciendo presión para sostener el cuerpo y poder martillar con fuerza, para quebrar la piedra laja e iniciar el corte de la carga.

El espacio era reducido. Su complexión física era favorable (era el chaparrito del rancho), pues cada caverna debía ser del menor diámetro posible en razón de aquel terreno poroso, quebradizo. Con esa amplitud se aseguraba la oquedad.

Andaba solo, como cada minero, realizando las diversas actividades inherentes a su oficio: barretero, peón, cargador, palanqueador, explorador, dinamitero, pues las circunstancias laborales implicaban todo ello. Adicional a estas actividades laborales, preparaban sus alimentos.

Luego de reposar esperando a que disminuyera la dolencia, secó el sudor de la frente con el palacete que portaba al cuello, movió con dificultad los dedos e intuitivamente descartó fractura de huesos.

A falta de enfermería y servicio médico cercano, se puso manteca y una venda queriendo inhibir la hinchazón.

Para su buena fortuna era viernes y el sábado recibiría la paga semanal, la cual vio disminuida, porque pretendió completar el mineral suficiente para llenar un segundo camión de diez toneladas.

Quedó en reposo forzoso, pero ilusionado encontró solución a su padecimiento. Ese fin de semana iría a su comunidad y traería el remedio.

El mismo lunes por la noche reanudó el trabajo. En lugar de descansar de las cuatro horas de viaje en ferrocarril y de casi tres horas de haber caminado desde la estación hasta la boca de la mina, cargado con la despensa de la semana.

Un adolescente (cuyo padre era el contratista y quiso que conociera el oficio) fue a verlo, notó la mano abultada, pero al parecer sin dolor. ¿Con qué se había curado? Vio que de vez en cuando arrancaba un bocado a una biznaga que llevó en sus provisiones, lo masticaba a manera de chicle y lo tragaba.

Hizo receso cerca de la media noche para reunirse a cenar con los integrantes de la cuadrilla.

Ese fue uno de los “accidentes menores”, porque en esa cotidianidad los derrumbes eran indeseables, pero frecuentes. La camaradería, solidaridad de sus colegas y el aliciente del salario representaba motivaciones para afrontar el peligro recurrente en cada excavación. Semanas después tuvieron que abandonar el sitio porque el luto envolvió sus vidas con el fallecimiento de cuatro compañeros que quedaron debajo de cientos de toneladas de tierra.

Prácticamente todos los oficios tienen componente de riesgo, pero particularmente los mineros arriesgan la vida cada minuto y es por ello imprescindible una mejor condición laboral y la vigencia (quizá exagerada) de la cultura de prevención y seguridad.

 




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