Sentimiento de impotencia

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

*Dedicado a Adolfo Alvarado Vázquez, un buen amigo de la infancia. Transcurría el mes de abril, cuando en esa región empezaban a acentuarse los estragos de la falta de lluvias. Lo único que enverdecía el paisaje eran mezquites y huizaches; hacía un par de meses habían estrenado hojas debido a la profundidad de sus raíces, … Leer más

*Dedicado a Adolfo Alvarado Vázquez, un buen amigo de la infancia.

Transcurría el mes de abril, cuando en esa región empezaban a acentuarse los estragos de la falta de lluvias. Lo único que enverdecía el paisaje eran mezquites y huizaches; hacía un par de meses habían estrenado hojas debido a la profundidad de sus raíces, pero los nopales tenían la superficie arrugada y los nódulos de las espinas levantados ante la deshidratación producida por aquel sol precursor del candente mayo. Otros arbustos adquirían una tonalidad café y en cualquier vereda o camino estaban anegados de un polvo fino y volátil a la menor brizna de viento.

Un depósito al centro del poblado parecía la cabeza de una gran culebra al despuntar el día, porque desde la madrugada se formaban las vasijas disponibles en casa en una fila que serpenteaba largamente en espera del suministro de agua ingerible.
En esas fechas iniciaba el racionamiento obligatorio; dos cubetas de aproximadamente 20 litros por familia al día. Las actividades domésticas debían ajustarse a esa dotación.

Cualquier persona puede imaginar los esfuerzos que debían hacer en cada hogar para cocinar los alimentos, resguardar agua en recipientes para tomar, utilizar lo estrictamente necesario en la limpieza de loza, ropa, vivienda y aseo personal.
Eventualmente las familias numerosas recibían una ración adicional al término del repartimiento, en caso de quedar algún excedente.

Nadie se atrevía a inconformarse, a pesar del gran desaliento que motivaba saber que por la noche las autoridades permitían extraer el equivalente a una pipa de 10 mil litros a un oficial del ejército radicado en la región, quien la llevaba a otras rancherías con mayor apremio.

En este contexto se desarrolló una campaña de higiene dentro de la escuela. El maestro de guardia estableció la política de que en esa semana, al término del recreo, los escolares debían reanudar clases con las manos limpias. Se colocaron recipientes con agua, jabón y toalla, para asearse antes de entrar al salón.

Pretendiendo cerrar la semana con una acción relevante, el docente implementó la revisión del pelo. Al sonar el timbre anunciando el fin del recreo, los integrantes de la escolta ocuparon el frente de la fila de cada grupo sobre la plaza cívica; con lápiz y una hoja de papel a la mano anotarían los nombres de quienes tuvieran pediculosis. La acción se realizó con suma rapidez, mientras el docente dio la espalda al contingente para comentar con el director sobre alguna acción sucesiva, los comisionados entregaron registros con una sola leyenda en el primer renglón: “Todos tienen piojos”. Los alumnos más audaces reclamaron “Revise también a los de la escolta”.

Más de un profesor quedó conmocionado con el resultado de la exploración y como en otras ocasiones, una primera reacción fue un sentimiento de impotencia ante la falta de la cultura de la limpieza, a consecuencia también de las circunstancias descritas anteriormente.

¿Será necesario experimentar esas crueles lecciones para aprender a valorar el cuidado del agua potable?

*Director de Educación Básica Federalizada




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