Gratitud infantil

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Dedicado a Carolina Laredo Meléndez, en agradecimiento por sus atenciones. Aún tenía dificultad en la noción del tiempo, sólo era claro que venían las vacaciones “largotas”, y la emoción flotaba en el ambiente cercano al término de clases. Significaba la posibilidad de irse a vivir al rancho, a casa de los abuelitos paternos, donde podían … Leer más

Dedicado a Carolina Laredo Meléndez, en agradecimiento por sus atenciones.

Aún tenía dificultad en la noción del tiempo, sólo era claro que venían las vacaciones “largotas”, y la emoción flotaba en el ambiente cercano al término de clases.

Significaba la posibilidad de irse a vivir al rancho, a casa de los abuelitos paternos, donde podían jugar con los primos, comer tunas, mezquites, saborear las cañas del maíz, juntar flores de calabaza para que su madre les preparara quesadillas con tortillas recién hechas, buscar huitlacoches por los surcos de la parcela del abuelito Pedro. Otra vez insistir a su mamá que les cocinara verdolagas.

Las tardes eran particularmente alegres porque los muchachos grandes, entrenaban vóleibol junto a la cancha de básquet. También ponían una red en el patio del “Casco de la Hacienda”, donde jugaban las muchachas. Pero lo más emocionante eran los partidos de beis entre los niños.

Un domingo, la prima Carolina se atrevió a pedir prestada la cuerda con la que se extraía el cubo de agua de la noria del poblado, para hacer un columpio gigantesco, de la rama de uno de los álamos enormes que estaban en el bordo del estanque.
Quedó fenomenal luego de conseguir pasar la cuerda con un peñasco amarrado en una de sus puntas, pues nadie se animó a trepar tan alto.

Tan pronto como estuvo preparado para mecerse, los más grandes agandallaban lugar en la larga fila que se hizo por el bordo. Aprovechando su corpulencia se volvían a formar, desplazando a los menores y pese a la insistencia de la dueña, siguieron columpiándose.

En algún momento, cuando Caro dejó intentar balancear a los pequeños o quizá se hartaron de la travesura, dejaron el lugar libre y se fueron a otra actividad.

La tarde fenecía, cuando un chiquito, al que sólo podían mirarse los ojos colorados porque estuvo esperando paciente en la formación por mucho tiempo, recibiendo la polvareda sin protestar, esperanzado que en algún momento le tocara turno, miró suplicante cuando iban a desmontar el juego.

La muchacha se percató porque nadie más quedaba en la hilera.

“¿Quieres un vuelo?”, preguntó quizá esperando una negativa, pues empezaba a oscurecer y todavía debía caminar 3 km de regreso a casa con su familia.

Hubo un movimiento tímido del niño en señal afirmativa.

“Bueno, sólo uno, porque ya es tarde” expresó, acomodando el asiento.

El crepúsculo pareció alumbrarse para el infante, quien se sujetó fuertemente a la cuerda tensando sus quijadas y, conforme se desplazaba en el columpio e iba tomando altura, su cerebro imprimió aceleradamente las imágenes de los techos del caserío, angustiosamente sintió que los intestinos se le iban a la garganta, generando un vacío en el estómago ante una explosión de adrenalina, por la mejor columpiada de su vida.

Hizo el frenado ayudado por la prima y supo en ese momento, lo que significa quedar eternamente agradecido por el atisbo de la chispa de felicidad recibido aquel memorable día.

*Director de Educación Básica Federalizada




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