Tenacidad materna

Huberto Meléndez Martínez.
Huberto Meléndez Martínez.

Aquel monótono “tac-tac-tac-taaac…” reiterativo de la máquina de coser, aumentaba el volumen conforme avanzaba la madrugada, sin dejar conciliar el sueño. Ser costurera eficiente desde la infancia, ayudó mucho en su crecimiento y economía familiar, elaborando ropa para sus hermanos y a otros, generando ingresos, pues su padre era maestro foráneo y les visitaba eventualmente, … Leer más

Aquel monótono “tac-tac-tac-taaac…” reiterativo de la máquina de coser, aumentaba el volumen conforme avanzaba la madrugada, sin dejar conciliar el sueño.

Ser costurera eficiente desde la infancia, ayudó mucho en su crecimiento y economía familiar, elaborando ropa para sus hermanos y a otros, generando ingresos, pues su padre era maestro foráneo y les visitaba eventualmente, por ello el recurso para la despensa llegaba también de manera esporádica.

Quizá por ello el matrimonio la sorprendió sin experiencia doméstica. Fue difícil vivir y atender la familia en el medio rural. Su visión de futuro le impulsó a tomar una decisión difícil, dijo a Daniel Magaña, su esposo: “Yo me voy con mis hijos (a la cabecera municipal), voy a hablar con mamá para llegar a su casa”.

El marido era de pocas palabras, serio, muy trabajador, pero reservado: “Pues vete, a ver cómo te va”.

¿Era factible aspirar a un mejor nivel de vivida?

Lupita, la tercera de los 7 hijos, tenía 8 años y apenas entraría a la escuela Primaria. Como tenía poca relación con niños de su edad, a la salida de clases era agredida por sus demás compañeras.

Antes de dormir todos debían haber hecho las tareas escolares; el padre, aunque no sabía leer y escribir, con una cuerda de ixtle en la mano cuidaba que hicieran sus trabajos extraclase. Sin tener conocimiento de esas actividades, quería verlos en acción.

Aquel ruido monótono de la máquina que confiadamente le fió Don Lino Ceja, era convertido en murmullo para dormir. Se intensificaba la actividad de la madre, pues por la tarde estaba al pendiente de que hijos concluyeran las actividades domésticas, era estricta y revisaba a detalle lo que les distribuía. Impecable con la limpieza de la casa, la ropa, el planchado y zurcido. “No confundan pobreza con dejadez” afirmaba.

Antes de ir a la escuela almorzaban. La dieta de vaporosos frijoles de la olla se complementaba con huevo de gallina cocinados sobre el comal (a falta de manteca o aceite).

Saliendo de clases sabían que con el poco dinero obtenido en los encargos de costura, los esperaba con “percances” (vísceras de res), deliciosamente cocinadas.

Siempre alegre y pendiente del rendimiento de sus hijos, visitaba a los profesores, por su facilidad de palabra (su prolífico lenguaje soez a nadie ofendía por su carácter agradable, espontáneo) conversaba animosamente, los invitaba a comer el “Día del Maestro” con sendas cazuelas de comida típica regional.

Si el ruido de la máquina de coser era el último que se escuchaba de madrugada, el primero era el de las manos de Doña Gris, torteando la masa para hacer las tortillas y preparar el lonche del papá, quien diariamente viajaba a lomo de burro al rancho de los abuelos para procurar el imprescindible maíz y frijol.

Sacrificio, penurias, anhelos, limitaciones, esfuerzo dieron fruto: los hijos tuvieron empleos formales, 6 cursaron licenciatura y dos también estudiaron posgrados.




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